Nostalgia

El monedero de mamá yacía siempre en el fondo de su bolso. Para alcanzarlo y disfrutar de su codiciado contenido, la mano debía de aventurarse en su interior y sortear múltiples objetos que dormían superpuestos a él como custodios del tesoro. La mayoría de ellos eran inútiles cachivaches; otros, signos de coquetería femenina. Alguna vez rozaban las yemas de mis dedos algún frasco de pastillas, un Trident sin envoltorio, un llavero, cosas todas ellas que hacían más divertido el reto de usurpar las menguadas ganancias que mamá traía a diario a casa.
 
Acabé acostumbrándome a aquel acto furtivo de ladronzuelo prepúber que empezaba con el silencio cómplice de su dormitorio y daba su colofón con la inevitable y esperada irrupción de mamá, que a continuación no cesaría de censurarme y maldecirme mientras trataba de alcanzarme para aplicarme sin contemplaciones el merecido castigo.
 
Habrían pasado casi dos años enteros en que mamá y yo celebrábamos cada tarde aquel ritual del crimen y su castigo. Lo más emocionante era que, a pesar de lo monótono, convencional y previsible de aquel acto vespertino de mi pillería, ninguno de los dos violamos jamás su rutinaria ejecución, respetando escrupulosamente sus tiempos, el horario puntual en que se llevaba a cabo y el orden de intervención que no por elemental resultaba menos emocionante. Parecía que algún acuerdo tácito entre mamá y yo garantizaba que aquel delito doméstico se repitiera cada día. No existía, pues, el temor de que alguno de nosotros defraudara al otro ni lo confundiera adelantándose al instante para atajar bruscamente la tentativa cleptómana, o colocando el objeto del deseo en algún otro lugar para despistarme. Nada de eso sucedía; pero aquella falta de imaginación, lejos de mermar el encanto de lo prohibido, le insuflaba un nuevo atractivo a la vez que mantenía definidos e insobornables la jerarquía entre madre e hijo.
 
Una tarde insignificante, como cada día al llegar de la escuela, abrí lentamente el cerrojo de la puerta principal de casa. A continuación merodeé por la cocina y el salón donde nunca estaba ni debía encontrar a mamá y acto seguido penetré a hurtadillas en su dormitorio. Una luz amarilla y ambarina de sueño me recibió y aureoló el contorno codiciado del bolso de mamá, que descansaba como de ordinario sobre la colcha blanca de seda devaluada que cubría el lecho. Me acerqué e introducí mi mano en el bolso hasta alcanzar el monedero y depositar todo su contenido en la colcha y de allí a mis bolsillos. Me di la vuelta y antes de sentir el impulso de echar a correr, me di cuenta que aquel día nada propiciaba peligro alguno y que de nada igualmente tenía que huir. Ni aquel día ni los siguientes de aquella semana mamá irrumpió con su cólera convenida a imponer su autoridad.
 
Al principio supe encontrar alicientes a esa novedad de la ausencia de mamá. Pero al cabo de poco tiempo vi que el latrocinio no me inspiraba ya nada excitante y que lo que la fuerza de la costumbre había mantenido milagrosamente lozano, lo inesperado acabó por malograrlo definitivamente.
 
Si bien ya no me entusiasmaba cobrarme clandestinamente mi paga semanal, no tardé en comprobar que cada tarde al regreso del colegio acababa por dejarme llevar por la inercia y seguía jugando el papel monológico de caco. Lo más curioso fue descubrir que no solo yo, sino también el tentador bolso de mamá acudía fiel a la cita. Pero aún más excitante resultaba saber que el aún codiciado monedero iba reintegrando su contenido a diario como cuando lo hacía mamá. Pensé que se habría cansado de aquella farsa, que ya nada tenía que ofrecerle ni le satisfacía tanto como cualquier otra ocupación que la mantuviera ahora menos ociosa y más disciplinada, pero que, en cambio, decidió seguir dando cuerda a aquella caja de música que seguía entreteniéndome, dejando a mi disposición todos los caudales de su cartera.
 
Lo cierto es que todo aquello nunca volvió a satisfacerme como antes; es más, la certeza de tener franco acceso al disfrute de su tesoro acabó por arruinar el placer taimado de aquellas tardes y preferí prestar atención a los trastos que mamá gustaba de guardar en su bolso que al monedero preñado de monedas que dormía en su fondo. A cada uno de ellos le otorgaba un sentido especial y me entretenía en imaginar la vida secreta que mantenían con mamá, qué importancia y responsabilidad cobraban por su ausencia, el apetito que le incitó a comprarlos y preservarlos como lastre ignorado.
 
Observé con sorpresa cómo la barra de labios menguaba cada día a pesar de que mamá no había sido nunca especialmente coqueta. Algunos días faltaban los caramelos y las gominolas que pronto fueron sustituidos por chicles de nicotina; y eché de menos la botellita de agua de limón que aromaba con recato sus sienes, cuando mi olfato se apercibió de una penetrante y exótica fragancia llamada a resistir largas noches en vela. Todos aquellos intrusos de su bolso empezaron a inquietarme, pero nada me desazonó más que la certeza de que tras ellos nunca volvió a aparecer mamá para darme cuenta de sus nuevos gustos.
 
Como al amante desdeñado al que basta un mechón de pelo para sentir cercanas y vívidas las formas amadas, gustaba de imaginarme en los nuevos artículos que encontraba en el bolso de mamá una razón de su nueva vida. Sin mediar correspondencia alguna, escribía yo el resumen apasionante de sus días y de sus noches con aquellas nimiedades inertes que venían a darme, en lugar de mamá, su beso de buena noches. Un ligero amago de erotismo se despertaba en mí y dejaba que la flor de la libido se abriera y desbordara en aquella casa solitaria, en aquella escuela lúgubre, en mi huérfano mundo adolescente en el que con mamá cualquier mujer parecía haberse esfumado de la faz de la tierra.
 
La fruición que antes me daba el dinero fue trocada por el vuelo imaginario en el que me sumergían las pulseras de bisutería barata, la cajetilla de tabaco de picadura, lentillas de colores, hilo dental y otros objetos que apenas conocía y que cuanto más insólitos eran más excitaban mi fantasía.
 
El monedero rebosaba de billetes y tarjetitas con teléfonos manuscritos en el dorso de varios colores que me daban la falaz impresión de que mamá vivía en una interminable feria en la que, en lugar de las antiguas y oscuras tareas domésticas y las tristes habitaciones de casa, desfilaban hoteles lujosos y veladas galantes donde gente de condición selecta, magnates y aristócratas pasaban sus horas y días en la ebriedad de una burbuja dorada en la que cada jornada era tan imprevisible y abigarrada como las distintas cosas que se enmarañaban en el bolso de mamá. Bastaba con tirar del hilo de aquel ovillo para descubrir chalinas y corbatas al par que ligueros y pantys para llenar mi cabeza de romances adultos, varones imponentes con lánguidas damas trenzándose en una verborrea sumergida en las altas horas de la madrugada en que mi imaginación se agotaba y dejaba al raso una insufrible soledad azuzada por crecientes y resabiados celos. Traté de dominarme y antes de temer que aquel caudal de irrealidades se acabara, decidí darle nueva vida.
 
 
 
 
Algunas tardes, quizás eran los miércoles o los jueves, invitaba a Helga a casa a merendar. Después de la merienda y de resolver nuestros ejercicios, consumíamos el resto de la tarde en las fantasías que bullían en la habitación de mamá. Helga contaba ya catorce años y conocía con mucho mayor detalle el mundo de los adultos en el que sabía perdida a mamá. No tardó en acostumbrarse a mis juegos, dotándolos de mayor verosimilitud con aquella su inesperada astucia de hermana mayor que se vestía a escondidas con los trajes de mamá. Por mi lado, yo trataba de no descompensar y acompañaba sus juegos inspirándome en los mismos caballeros altivos e inalcanzables cuyos gestos y bravuconadas debían de cortejar a mamá hasta el punto de desesperarme de celos.
 
Helga se mostró siempre creíble y coherente en sus actuaciones y demostraba una mayor madurez y aplomo que el que tenía yo, torpe y aún infantil, que recibía con resignación las críticas y correcciones de mi compañera. Al cabo de unas semanas mejoré lo suficiente como para sentirme en carne propia uno de los truhanes que envidiaba y vislumbraba en los gestos y facciones de Helga los ademanes elegantes que mamá habría adquirido en la alta sociedad de sus encuentros.
 
Aquellas nuevas ficciones secretas que urdíamos Helga y yo adquirieron pronto el carácter ritual que tenían los robos consenidos con mamá, y el ansia que me asaltaba por celebrarlas se intensificó tanto que acabaron por tener lugar cada tarde e incluso invadieron las primeras horas de la noche. Un viernes, entusiasmados por la proximidad del fin de semana, decidimos alargar la celebración hasta el día siguiente, y no contentos con esta prórroga, nos encerramos en casa hasta el lunes siguiente cuando el furioso padre de Helga vino a rescatarla de aquel secuestro espontáneo en que nos habíamos deleitado.
 
Pasé un mes sin ver a Helga, que sufrió aquellas semanas el rigor puntivo de sus padres, y mi añoranza de mamá se agravó con la ausencia de su sosias que me movió a tomar una decisión definitiva. Tan pronto como Helga se vio libre de su castigo, nos encontramos y proseguimos nuestros escarceos secretos. Sin embargo, esta vez temía que algo pudiera delatarnos y me horrorizaba que la posibilidad de una nueva denuncia llevara consigo un apartamiento definitivo de mi compañera y, con ella, en cierta forma, de mamá. Tal hipótesis me pareció insoportable y tan solo su figuración me trastornaba hasta la demencia.
 
Una noche de viernes, Helga me aseguró que aquella sería la útima víspera que nos reuniríamos. Solo mucho tiempo después supe que mi amiga solo procuraba apremiarme para que todo aquel simulacro que hasta el momento se había mantenido en el capricho pueril adquiriera de una vez por todas el peso de una mayor responsabilidad.
 
Helga se mostró aquella tarde con una actitud desafiante. Cerró puertas y ventanas, se acercó a mí, me besó y me dijo que a partir de entonces no seguiría participando en aquellas charadas y que, a cambio, se sometería a mí como una esposa resignada y sacrificada. Yo me rebélé torpemente y no quise ver nada más en ella, sino la faz y espíritu de mi madre rejuvenecidos por el contacto extranjero y la opulencia del sueño que la mantenía alejada de mí con todo merecimiento. Pero los faros y las sirenas de la policía que burlaron súbitamente nuestra habitación a oscuras y que rodeaban, expectantes y autoritarios, la casa de mamá, acabó por confirmarme el tamaño del vacío intolerable, el moribundo aleteo de nuestras últimas ficciones, la miserable irrealidad, la inane realidad.
 
Helga sonrío descubriendo una línea de blancos incisivos, caninos y premolares que pronto sentí en mi cuello, mi vientre, el pubis, asaltando con una voracidad reptante mi miembro, que salía de golpe de una infancia que un último e impotente llanto de nostalgia por mamá vino a sellar para siempre.
 
De pronto encontramos una dicha mucho más intensa en aquel secuestro autoimpuesto que en las antiguas vanidades que maquinábamos otras tardes. En la radio, la televisión y en nuestra propia imaginación nuestro involuntario delito nos sacaba del anonimato para dejar de ser otros- los adultos que nos enseñaban, nos enamoraban o atosigaban con sus caprichosas decisiones, pero que siempre nos dejaban al margen- y ser y hacernos ver que éramos nosotros mismos y que nuestros actos, tan sencillos y tan simples de ejecutar, podían inopinadamente desbordar los límites de nuestra casa y alcanzar tal fama y notoriedad que llegaran al más remoto confín del mundo. Allá, quizás, pensé, mamá no dejaría de advertir mis juegos, farsas y necedades ni dejaría pasar un minuto más sin salir a mi encuentro furiosa, indignada y vengativa para castigar semejantes disparates.
 
Cercados por todos, sabiéndonos llenos de inocencia, pero al borde de la iniquidad, entre la nadería y  a punto del crimen y con todo el tiempo posible para avivar el fuego que aventara gigantescas señales de humo, nos dejamos seducir por nuestros propios cuerpos, amándonos con el frenesí de los primeros años, estrenando ideas y órganos, mientras fuera la indignación de los padres de Helga, de la policía, de los vecinos y de toda la ciudad crecía al mismo tiempo que se nos gastaban las primeras caricias y nos urgía ensayar otras más nuevas y arriesgadas.
 
La primera semana de euforia dejó paso a unos días de ambigüedad. La policía, que amenazó con asaltar la vivienda, dictaminó que nuestra débil edad acabaría por delatarnos y decidió ignorar la gravedad del caso y juzgarlo como un juego sin trascendencia alguna. Mi orgullo, que esperaba resistir ferozmente las embestidas de los que quisieran acabar con nuestro idilio, se vio en la tesitura de inventar una nueva estratagema y convencer de nuevo a las autoridades de la seriedad de nuestras intenciones. Pero yo no lograba bosquejar nada más que las ingenuidades de otra hora con mamá, a quien no llegaban noticias de nuestros planes y que seguía obnubilada y extraviada entre un montón de cuerpos y palabras ignotos, aún más exagerados e intensos que los que Helga y yo íbamos descubriendo alrededor de nuestros ombligos.
 
Fue entonces cuando Helga me susurró al oído una orden como un beso: "Mátame". Y al augurio atroz de ella volvieron de nuevo a nuestra casa las sirenas conminatorias de la policía, las amenazas por los altavoces, los enloquecidos alaridos de pánico y angustia de los padres de Helga y esta vez, además, el secreto éxito que supuso para mí la presencia de periodistas y reporteros llegados desde diferentes puntos del país. Helga reía a mandíbula batiente mientras yacía en la cama de mamá atada de pies y manos. Yo iba descubriendo con diversión y escrupuloso respeto el tamaño de mi poder y autoridad sobre ella, sobre todos, pero no conocía aún su eficaz contundencia.
 
La figura radical del homicidio pesaba sobre todos nosotros: unos daban ya por consumado lo que en mí se debatía violentamente en forma de idea vaga y asequible, el mayor éxito o la más funesta de las desgracias de mi vida a disposición del cuchillo y del punto de la incisión final que determinaría sin démora la presencia o ausencia del amor de mamá entre nosotros, como dicen que confirman las almas en su último viaje la radical grandeza de algún dios bienhechor o la inhóspita vastedad de la nada.
 
La televisión retransmitía en directo y para todo mi mundo conocido los últimos compases de aquel ensayo de tragedia que aún no lograba desencadenarse. Pero mamá no aparecía, nadie sabía de mamá. Y yo vi de pronto el tramo breve que va del mango al filo del arma homicida. Todo aquello era lo que me había sido dado, lo que me esperaba:¿hubo otra posibilidad? Tan solo que aquella tarde se hubiera mencionado el nombre de mamá en labios ajenos; que apenas el nombre de madre acompañara el lúgubre informe de la macabra peripecia de aquel huérfano, hubiera echado a correr de aquella casa que empezaba a arder con el arma de mi frustrada gloria en su interior, abatida, abandonada al pie de la cama donde Helga yacía atada riendo delirantemente entre imponentes llamaradas que dejaban enormes columnas de humo barriendo la tiniebla íntima del dormitorio materno, empujando las puertas, escurriéndose entre los marcos herméticos de las ventanas, saliendo a la intemperie como una larga melena demoníaca para ser empujadas por el viento cortante e ir conmigo al encuentro de mamá que, esta vez sí, con toda seguridad, sin duda alguna, me esperaría con la misma fidelidad bondadosa con la que me esperaba cada tarde cuando huia con su tesoro en mis bolsillos para imponerme su puntual, oportuno e inapelable castigo.
 
                                                           
Schwäbisch Hall, 9-15 de setiembre de 2012
 
 
 
 
 
 
 
 

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