Norma Jeane

Hasta los 12 años me creí invisible. En Hawthorne, donde me había dejado mamá, solo la compañía de Bloom parecía rescatarme de aquella pompa jabonosa en la que los vecinos de los señores Bolender se empeñaban en conservarme. Y yo, resignada, me entretenía en ensartar preguntas con las más estrafalarias respuestas, pergeñando un loco juego de abalorios que solamente el tonto Jenkins y yo conocíamos. Cada cuestión que me asaltaba hacía más menudo y resguardado mi mundo y daba sentido a aquel corazón de niña desarmado por hospicios y visitas nocturnas.


El tonto Jenkins era el último hijo del predicador y gozaba de la misma generosa atención por parte de su familia que la que los Bolender dispensaban a Bloom para mi desdicha. Los padres de Jenkins acostumbraban a dejarlo vagabundear la mayor parte del día por los vastos descampados que el verano acribillaba sin piedad. En aquella soledad, con su boca de bobo abierta buscando los confines lo conocí y se convirtó, casi por milagro, en mi nuevo y único compañero de juegos. Jenkins añadía a su torpeza mental un avanzado y lastimoso estrabismo. Hasta mucho tiempo después de conocernos estuve segura de que Jenkins apenas me veía, que contestaba a mis azarosas preguntas para ejercitar su mandíbula y reanudar de paso la sinuosa retahíla con la que embarullaba sus solitarias cavilaciones.


Pero prefería aquel abandono en el que ya había echado raíces mi vida que sortear las falsas alabanzas de la señora Foster, que me rizaba el pelo, o de Agnes, mi tercera madre, que me lo oxigenaba cada sábado como premio a mis bondades. Aquel emereger súbito a la superficie inclemente del océano y ser de nuevo préstamo para furtivos cariños me horrorizaba y deseaba sobre todas las cosas volver a hundirme en el fondo inaudito del mundo, allí donde solo los ladridos de Bloom eran reconocidos y reclamados a la hora del almuerzo, de la cena, en el día de Acción de Gracias y de Navidad por todas aquellas gentes a las que debía, a pesar de todo, los besos y abrazos ansiosos de una huérfana.


A lo largo de mi corta vida ya había conocido distintas casas de acogida en las que había atendido a numerosos nombres a la hora de la única comida del día. La señora Bolender evitó marearme más y me hizo saber mi verdadero nombre de pila, Norma Jeane, antes de librarme al penúltimo orfanato. Con su índice erguido, resabio del oficio del que regresábamos aquel remoto domingo, la señora Bolender me aseguró que Norma Jeane me dignificaba, imprimía dignidad y disciplina a mi desnortada identidad y sobre todo me significaba ante los ojos del prójimo, los cuales habían permanecido tan extraviados como los de Jenkins durante los primeros once años de mi existencia como innominada nuez.


Sin embargo, ni los afanes de la señora Bolender a la hora de rellenar la ficha de inscripción de mi nueva casa ni las severas advertencias al personal sobre mi nombre, el único atributo que yo guardaba como garantía de mi existencia entre aquellos fantasmas, bastaron para que Norma Jeane fuera poco más aque el número escrito en tiza sobre el pizarrín que colgaba de la herrumbrosa puerta de mi cuarto; o el ocurrente mote que me endilgaban las enfermeras cuando mis frecuentes rabietas o mis cortantes miradas de acechante solitaria les recordaban alguna de las caricaturas animadas de los filmes. Incluso Phoebe, que en los momentos de crisis exhibía sus cueros consumidos ante el claustro durante los almuerzos, gozaba del privilegio de recordar su abolengo sureño cuando aquel su interminable nombre helaba los pasillos y nos anunciaba a las internas la amenaza de una nueva jornada.


El régimen de aquellos días era cuartelario. Después del desayuno, recluidas entre las paredes de los cuartos, cada una de nosotras se libraba a nuestros vicios de prepúber. Yo gastaba las horas muertas leyendo novelas de Pearl S. Buck e imaginaba la vida de misionera como la más apasionante entre todas. Con frecuencia interrumpía aquellas evasiones observándo en silencio y con deleite secreto el volumen encarnado y núbil de mi desnudo frente al espejo.


Tuteaba a aquel reflejo impostado de mí tras el cristal quimérico y luchaba con él en aquel juego solitario de mis preguntas y de mis respuestas, que regresaban apresuradamente a la mano de quien las lanzaba, cual bumeranes. Era consciente de que aquel cuerpo se revelaba y me angustiaba no poder domar aquel castillo que se erguía al mismo tiempo que se derramaba lastimando definitivamente mis formas de niña invisible, burlándose de mis desvelos de transparencia, aflorando desde los pómulos hasta los muslos la misma corporeidad opaca y sumisa de los muros blanquísimos de mis hospitales, imponiéndome un destino.


Entonces me di cuenta de lo absurdo de mis antiguos juegos nocturnos. Deslizarme durante las noches por los rincones de aquellas casas en los que antes era tan fácil escabullirse ya no era posible sin ser descubierta o delatada por alguna compañera.


Una de aquellas noches dos empleados del orfanato me llevaron en vilo hasta la señora Mckee y el señor Goddard, que me reclamaban. La señora McKee era amiga de mi madre y me gustaba pensar que el pachuli que aromaba su cuello era el mismo que el que contenía el frasco que podía estar cogiendo polvo en el tocador del hospital de mamá. El señor Goddard ya era hombre maduro. Había perdido casi todos los encantos juveniles en muy poco tiempo y eso le amargaba intolerablemente. Aquella noche fingía cierto desaliño con el sombrero ladeado y el nudo de la corbata aflojado mientras acercaba sus mejillas perfumadas por una antigua loción de afeitado a mis labios que nunca antes se habían posado sobre rostro humano. Una indefinida congoja me sobrecogió y en mi imaginación surgió, como de la noche, el cuerpo muerto de Bloom rodeado de infinitas y crispadas hormigas.


En Hawthorne nada parecía haber cambiado. El bobo Jenkins seguía orinándose a la misma hora de la tarde y a la misma hora de la tarde los asiduos del "Florita" salían de las letrinas con revistas ilustradas con Joan Crawford en sus portadas anunciando cosméticos de Elizabeth Arden. En casa de los Goddard sonaba cada tarde tras la cena una gramola niquelada que llenaba las habitaciones con la voz de Shirley Temple. La señora McKee había adquirido una pequeña cámara de fotografías frente a la que gustaba ensayar sonrisas de actriz de fotonovela, pero ante la que solo afloraba un fracaso demasiado prolongado y las primeras huellas de una quiebra doméstica que amenazaba tanto su ya pérdida juventud como el equlibrio mental de su reciente marido. El señor Goddard llevaba menos bien sus menguadas aspiraciones. Enhebrando papelitos de extra y pintorescos números de humor en películas de escaso presupuesto, los años le iban cerrando con calculada crueldad los despachos de Sunset Boulevard.


Yo no comprendía, o no quería comprender, las locas ilusiones de aquel matrimonio condenado que me presentaba a los casting de anuncios de copos de avena fajándome los pechos que se erguían al mismo compás que las arrugas contraían serenamente la expresión de sus ojos. Lo que aquellas lentes les negaban en sus cámaras oscuras a mí me lo regalaban con obscena generosidad. Fue entonces cuando empecé a sospechar con horror que aquella frágil y templada pompa de jabón que me hacía transparente estaba a punto de estrellarse contra las zarzas.


La primera advertencia de mi declinante invisibilidad me la dio Jenkins una tarde en los viñedos de Santa Clarita. Tratando de esquivar los jornaleros que vendimiaban hasta altas horas de la noche, nos aventuramos por las veredas que formaban los sarmientos rugosos aquel crepúsculo de final de verano. La luz ardiendo en el horizonte volvía anaranjados los ojos azules de Jenkins y, como por una sórdida gracia, enfocaba ajustadamente frente a la mía su mirada oblicua. En un solo momento su cara se acercó a la mía y todo su cuerpo de hombre prematuro se abalanzó con violencia inusitada. A los primeros gritos se hizo la noche. Un grupo de jornaleros tuvo aún que rastrear toda la penumbra que me cubría para reconocer mi cuerpo tendido.


La segunda advertencia fue la definitiva. Como cada tarde en casa de los Goddard la voz de Shirley Temple poblaba las arruinadas cámaras de la vivienda. Cuando salí de la ducha la señora McKee ya no se encontraba en casa y el señor Goddard se afanaba en su cuarto en su nuevo papelito. Con apurada amabilidad me invitó a pasar a su habitación y me propuso ensayar junto a él el papel femenino que le acompañaba en su breve escena. Frente a nosotros, la cómoda de cantos roídos que había pertenecido a un antiguo inquilino estaba copada de fotografías recientes del señor Goddard. Eran imágenes completamente banales, sin atractivo alguno y difícilmente inexpresivas. Mostraban todas ellas una verdad y una mentira, pero sobre todo una vanidad que ni siquiera se esforzaba en llamar la atención. Pensé que nada podía mostrar más honestamente la degradación de aquel hombre que aquellas caprichosas escenas de hastío que tiritaban en los márgenes del mismo espejo en que mis dos pechos se perfilaban rebosantes bajo el albornoz de angorina.


Entonces un rapto de frenesí vino a acallar el juicio insultante que pregonaban aquellas fotografías y el señor Goddard comprobó mis nuevas formas con el pastoso impulso de sus manos anónimas. Respondí instintivamente a aquel mosntruoso hálito de vida entre la ruina y eché a correr. Ya iba a encerrame en el baño cuando el señor Goddard logró deslizar su mano en la rendija y venció la puerta que con tanta energía traté de cerrar. En su rincón la bañera engullía las últimas aguas en las que minutos antes el jabón lamía mis últimos restos de invisibilidad. El ronquido de las tuberías confirmó con satisfacción el fin de aquel don. Sentí en el cuerpo y en los ojos de Goddard todos los cuerpos y los ojos frenéticos de los vecinos de Hawthorne.

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