Vargasllosiana (y 4): El fin de la utopía


La historia, lo sabemos, no suele hablar de los pequeños hombres, ni quiere contar a la posteridad, que le garantiza altavoces, desastres poco espectaculares o minúsculas derrotas. En eso se parece al star system, sólo que la historia no exige aún embolsarse la parte de ignominia que lleva consigo el precio del éxito. La novela moderna, en cambio, es un muestrario vastísimo de héroes caídos, abruptas o deliberadas necedades, abominables pesadillas o mezquinas trivialidades lustradas en su pequeñez y ungidas, de una vez y para siempre, con los óleos de la inmortalidad.


En el aciago sendero de la frustración y de las ilusiones perdidas plantaron su tienda la picaresca, Cervantes, Defoe, Balzac, Dostoievski, Kafka, Scott Fitzgerald u Onetti, entre muchos otros, con tanta determinación que resulta ya inevitable creer que la literatura se dedica a problematizar la realidad envenenándola de raíz, hasta ver caer uno a uno a los actores de una esperanza siempre enferma, imposible en su insistente fracaso. A pesar de este espíritu de desaliento, no faltan los esfuerzos, los ideales, el optimismo ni la fe en las utopías, ni en las novelas ni en la escéptica realidad. Pero los exotismos de un Hesse, los fervores de un Malraux o la confianza siempre al límite de un Camus son huellas de unas posibilidades que ya a nosotros, postmodernos de hambre global, nos parecen remotas cuando no heladas por la inercia y la decepción. Todo parece confirmar, pues, que la liquidez de las grandes conquistas y proyectos colectivos es un hecho, y que la literatura acepta el estrecho margen de las pequeñas historias para las mayorías ahora más silenciosas y más entretenidas.


Pero retrocedamos unas décadas, cuando aún unos pocos-los últimos-se empeñaban a plantar cara al rostro fiero y hierático de la Esfinge antes de capitular. Mario Vargas Llosa fue de aquéllos que, impelidos por una situación política y social desoladora, basada quizás en una conciencia de fatalismo, no dudaron en defender ideas y prácticas revolucionarias que acabaran con tanta inmundicia. La utopía se abrió paso en su mente como en la de tantos jóvenes de entonces sin darse cuenta aún de las sombras ni de los peajes que exige el compromiso con los sueños ambiciosos, ni de los trucos y trincheras que se agazapan en el corazón de los más nobles ideales.


Tal y como el pasado martes recordó en su discurso de aceptación del Nobel, Vargas Llosa fue marxista en su juventud: creyó en que cada mal social tiene su infalible panacea, y que la revolución de abajo a arriba, cual cirujana medio científica, medio religiosa, borraría a corto o medio plazo toda una historia de oprobio. Recordemos la inquietud política de este escritor y, al hilo de las alusiones que hemos ido reuniendo, recobremos una de sus novelas más polémicas, Historia de Mayta. En ella, un Vargas Llosa ya desencantado de cualquier idea socialista trata de recontruir la vida y peripecias de Alejandro Mayta, el trotskista peruano que llevó a cabo una intentona revolucionaria en el Perú de 1958. Publicada en 1984, la novela trajo consigo unas inusitadas diátribas en torno al pasado marxista de su autor, alguna de las cuales le acusaban de haber traicionado sus antiguos ideales en una época en la que todavía era raro que un escritor se significara como demócrata liberal sin vacilación ni pudor alguno. Sin embargo, el anecdótico debate que rodeó a la publicación de Historia de Mayta no sirvió sino para publicitar el fondo y la forma de una obra que solamente cobra valor en la mente y sensibilidad solitaria de cada lector. El tiempo ha confirmado que tras esta obra no había nada más ni, ciertamente, nada menos que pura y, de nuevo, gran literatura, la más literaria de todas las novelas que he escrito, según confesó su propio autor hace años.


Literatura es fabulación de la materia real o soñada en la que se basa y que, en un realista como Vargas Llosa, no puede ser otra que la realidad social y política del presente, el agua clara que asoma en el brocal del pozo en cuyo fondo cosquillean los escarceos y vericuetos infinitos de la imaginación. Toda recreación de la realidad está traspasada de alguna forma por las ficciones, las cuales aportan más que restan credibilidad y consistencia a la historia narrada. Es más, es casi una necesidad que toda novela que trate de acercarse a la verdad del presente o de la historia cuente ineludiblemente con la mentira y sus artificios. Esta paradoja la ha explicado y justificado el mismo Vargas Llosa en los primeros párrafos de su ensayo sobre la novela moderna, La verdad de las mentiras:


La recomposición del pasado que opera en la literatura es casi siempre falaz juzgada en términos de objetividad histórica. La verdad literaria es una y otra la verdad histórica. Pero, aunque esté repleta de mentiras-o, más bien, por ello mismo- la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar. Porque los fraudes, embaucos y exageraciones de la literatura narrativa sirven para expresar verdades inquietantes que sólo de esta manera sesgada ven la luz.


En Historia de Mayta se persigue un suceso y sus protagonistas, soterrados ambos en la inconmensurable historia. El riesgo de inconsecuencia y de falta de rigor es obvio; pero ello no impide que tras leer esta novela el lector aprecie el recuerdo más o menos vívido de aquel puntual ensayo de revolución, uno de tantos que a finales de los 50 y principio de los 60 constelaron América Latina con un objetivo liberador. Estamos, pues, con un novelista curado de la fiebre revolucionaria que, desde una distancia de 25 años trata de recordar al mundo que un tal Alejandro Mayta trató de cambiar un estado de cosas con pocos medios, muchas incertidumbres, pero con bastantes ánimos y con la conciencia de estar ante una responsabilidad histórica, algo así como lo que ya estaba sucediendo en Cuba, sólo que, en este caso, con mucha más fortuna que la que tendría la expedicióna andina de Mayta y sus camaradas.


Con todo ello, Vargas Llosa retrata una época y un espíritu con el que el propio autor simpatizó durante un tiempo, pero de cuyas realizaciones apenas quedaron sino años de cárcel, fracasos personales y colectivos y, como saldo final, un Perú cada día más catastrófico, en cuya capital va expandiéndose con inquietante velocidad la miseria más extrema y la violencia más sórdida. Una Lima apocalíptica en la que Vargas Llosa abandona a su alter ego literario y lo hace ir a la búsqueda de una serie de personajes para tratar de pellizcarles un testimonio que arroje luz acerca de ese Mayta sobre el que está novelando.


Historia de Mayta es un retrato pergueñado gracias a ese coro en el que diferentes recuerdos y versiones tejen una biografía sinuosa, poblada de claroscuros e incoherencias, vértices de la personalidad de Mayta que titilan o se reafirman, pero entre los cuales se encienden pábulos que estimulan una ficción que resulta, al cabo, más fructífera que el mero dato objetivo. A partir de unos testimonios conocemos los años juveniles del biografiado; otros abundan más en su crisis de fe y su bautizo comunista; el rencor de algunos, por su lado, prefieren poner el dedo en la llaga de las debilidades y manías de Mayta, e incluso hablar de su homosexualidad como una tara para un revolucionario, ilustrando indirectamente la imbecilidad supina de algunos antiguos compañeros.


El resultado final es tan intrincado que, en el último episodio de la novela, el autor, preocupado de haber dejado demasiado espacio a la fabulación, decide encontrarse con el Mayta real y, a partir de su versión, comprobar hasta qué punto ha encumbrado el escritor el vuelo de su imaginación y en qué medida ha sido exhibida la carne real y el alma tumefacta del heladero de Miraflores que ahora le atiende. Él, el entorno que acoge su rendición y las gentes que lo maltrataron y humillaron, en las que confió no sin alguna suspicacia en la guantera, y aquellas otras que acabaron queriéndolo una vez domesticado conforman un Perú doloroso, un Perú perpetuamente inoperante, acribillado por la violencia y el terrorismo, un Perú que es la antiarcadia y la evidencia de la muerte de cualquier utopía, que es mitad sueño de neurosis vargasllosiana, mitad realidad vencida, supurando... Por eso, en Historia de Mayta me ha parecido ver una y otra vez, como en un diorama diabólico, esas "mordaces imágenes de resistencia individual, sublevación y derrota" que ponderó la Academia Sueca en el momento de conceder el Premio Nobel de Literatura de este año a Mario Vargas Llosa.


Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)