El lector (y2)

El quinto episodio no ofreció resistencia al arrojo con el que se armó su escarmiento al retomar la lectura de la novela. Ese intermedio parecía encerrar el clímax en las mazmorras donde dormitan las fieras. Un muelle sentimiento de ternura le hizo perderse en la hipótesis de que alguien, en los lejanos días en casa de tía Bárbara, escribía a hurtadillas la historia de su felicidad que ahora pulsaba sus fibras en un embriagado compás.



Halagado, se deleitaba en rozar la cinta del punto de lectura cuando un atroz trueno de pánico segó de raíz un amago de gratitud. De súbito, aquellas palabras le mostraban las garras de las que estaban armadas y bailaban a su alrededor una danza de muerte. El olor de yedras palpitando en sus sienes y los pies adolescentes de Amanda aventurándose en solitario por la vereda del cementerio planeaban a la altura de la página 246, en cuyo dorso una lámina virginal hundía los leves talones y el vientre nubil de la amada en un corro de espuma.




No se atreverá, se decía el lector entre carcajadas delirantes, no tendrá valor de hacerlo, y el sudor frío que apagó el mar aquella noche de verano en la que él no acertaba a parir una sola línea más sobre el blanco de sus papeles le recorrió el espinazo, cuando los labios lívidos de Amanda, aseguraba el escritor con socarronería, abandonados en la noche, insistía ramplón, le sorprendieron en el sexto episodio.




Condujo toda la noche en dirección al cajón de la cómoda de su habitación en casa de tía Bárbara, donde dormía el manuscrito de su novela inacabada. Al llegar, unos puntos supensivos seguían custodiando aquel homenaje malogrado de sus días de escritor. Nada parecía haber sido violado y, sin embargo, un ogro con ínfulas literarias desmenuzaba atrozmente el delicado pliegue de sus más recónditos deseos y frustraciones desde aquella novela multitudinaria.




Decidió deambular por el pueblo y cenar en uno de los mesones cercanos al Casino. En la barra pidió el menú y fuego al camarero. Al fondo de un salón solitario, iluminado con tal negligencia que dejaba en penumbra la covacha donde los parroquianos trasegaban vinos, un televisor rugía. El lector observaba tras la voluta de humo de su cigarrillo el perfil fornido del empleado, que trataba de salvar un hilo de voz, serán siete con veinte, de entre el fragor sordo de las conversaciones en corrillos y anuncios televisados. Entre cuenta y cuenta, le daba al vino con tanta afición como los lugareños con los que no cesaba de bromear. A la guasa chusca seguían las risas vaporosas, y el lector advirtió en la sombra la sonrisa mellada del mesonero. Un anzuelo propiciatorio le trajo de un limbo el recuerdo de Antón y su torpeza como pescador en los mediodías a orillas del lago, disculpando su incapacidad con su acostumbrada y exagerada carcajada. Se entusiasmó al reconocer al viejo amigo al que tan solo unas horas antes le acercaban la irrupción violenta de aquellas páginas.




Se atrevió a interpelarle desde sus rincón, peor no acertó a llamar su atención. Confió en que apostándose cerca de los corrillos lograría amortiguar el estruendo, Anton, ¿me oyes?, Antón, y no logró siquiera capturar una mirada extraviada que advirtiera al antiguo compañero de aquellos aspavientos, ¿me escuchas Antón?, de sus preguntas al aire, d ela retahíla de peticiones ansiosas que chocaban una y otra vez contra una urna aséptica. Ni él mismo parecía oírse más acá de sus jadeos.




Aceptó la esterilidad de sus esfuerzos, pues Antón parecía absorto frente al televisor como el resto de sus compañeros de bromas, hechizados todos por un mismo prestidigitador. Se abrió paso entre aquellos sonámbulos que atendían hipnóticamente al programa, y no dio crédito cuando vio cómo los pies rosados de la actriz del serial televisivo saltaban desde lo alto de la tapia de un cementerio, el cementerio, al encuentro de un mar, el mar, que aquel verano, cómo no recordarlo, engullía la deseperación adolescente de su Amanda, sabes, mi vida, que jamás nadie podrá oírte desde el fondo del mar, su Amanda, la paz inmensa que uno no puede hallar en sí mismo, Amanda gritando a pleno pulmón desde el fondo del océano, ¿no me oyes, amor, no me oyes desde el fondo de tu sueño?, y él acompañándola desde la superficie chillona de aquel salón debatiéndose por hacerse oír entre la concurrencia, llamando a Antón en un confín en el que ahora también reconocía a Chema Clavero, y a Aurora, y hasta a don Damián, enjuto y bizqueando como en una fantasmagoría, tratando todos de reconocerse entre los actores, mientras asistían a aquella muerte simulada de Amanda, adaptación exitosa del libro del año, no se la pierdan señores.




Fueron unas veinte preguntas a viva voz para Antón, y por escrito, tras los puntos suspensivos del mansucrito olvidado, sus requeridas respuestas.




En el escritorio del salón, el lector dudaba entre retomar la novela desde el sexto episodio o saltar hasta el noveno, pero abandonó cualquier escrúpulo al ver la mácula de un autor extraño en su manuscrito, que tomó como una nueva afrenta. Creía sentirse inspirado como no lo estaba desde las noches con Amanda, y se propuso dar fin al manuscrito y oponer con un aplazado, pero sincero rebrote de amor juvenil la infamia gigantesca que suponía en aquel libro adulterado. Cuando tras años ágrafos se dispuso a poner a prueba su escritura, descubrió que una extraordinaria resistencia le impedía ir más allá de un punto y seguido que pudiera desmentir una presumible atrofia.




Con los ojos inyectados, iba balbuceando invectivas que no lograba plasmar en negro sobre blanco, pero que en su lengua adquirían una plasticidad sulfúrica. Sacudido por la ira y la impotencia y lanzando biliosas imprecaciones en la soledad de su salón, tomó de nuevo la novela y decidió mostrarse impenitente con el noveno episodio. Procuró convencerse de que todo aquello no era más que una pervertida charada, pero no pudo evitar que le delatara ora una sonrisa de demente, ora un solapado reconocimiento de amor sobre un fondo sentimental que la envidia no cesaba de erizar. En el colmo de su enajenación, su resentimiento deformaba grotescamente tanto el lenguaje brillante como el fértil espacio de la novela, y hacía verter la más tormentosa enemistad entre los personajes, actores en su fuero de las más abyectas aberraciones. Solamente aquella estrategia de discordia parecía compensar su impotencia frente a la vertiente blanca del manuscrito, y convencido de no dar fin jamás a su prorrogada novela, se vio de pronro asaltado por la idea de que solo un sincero, rotundo y contundente acto podría acabar con aquella alucinación que le nublaba.




La mañana del lunes se escaqueó del bufete llamado por una obsesión que se complacía en presentar con trazas de mesianismo. Había pasado las primeras horas muertas del lunes deslizándose por la torrencial confesión de amor de su Amanda, que llenaba el décimo y último episodio. Sentía cómo crecía su desasosiego al mismo tiempo que un olor untuoso y penetrante de yedra parecía nimbarlo. Se llevó una mano a su corazón con una contorsión crispada en la cara y trató de disimular el horror que lo acosaba ante sus compañeros apretándose con decoro el nudo de su corbata.




Se echó a la calle con la energía y resolución de un trastornado sin dejar de posar su mano derecha sobre un corazón que ansiaba significarse con ímpetu salvaje. En el metro riñó con varios pasajeros abstraídos en sus lecturas, mientras que en los parques y en las cafeterías gozaba en contrariar las esperanzas de los transeúntes que se hundían apaciblemente en el relato de la pasión juvenil del mismo pendenciero que ahora les increpaba y les acusaba con gritos coléricos de traidores y vendidos, asegurando, con ojos desorbitados y ademanes extravagantes, que sólo él sabía la verdad incontestable de aquella fabulación que entretenía el ocio de los obreros en los andamios, lo mismo que el del taxista al final de la carrera y al estudiante en el tren de vuelta a casa al final de la tarde, asombrados todos ante aquella prosa que descubría ya sus últimos renglones y destrenzaba el insólito desenlace.




Ya estaba a punto de ser alcanzado por la policía, que le seguía los erráticos pasos por escándalo público, cuando logró escabullirse en la librería de la editorial. Una vez en su interior cerró la puerta con el pasador, que sonó como el papel escurriéndose en el rodillo de la máquina de escribir tras un punto final. Luego tanteó el bolsillo interior de su abrigo a la altura de un corazón aplacado mientras se dirigía ceremoniosamente al mostrador. Sacó un ejemplar desvencijado de la novela del año y, después de aclarar su garganta, abordó al dependiente con una petición en falsete:




- ¿Me puede decir cuánto le debo, caballero?

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