El lector (1)

Al principio se resistía, pero aquella sugerencia de su bien amado colega no podía ser fraudulenta, y adquirió la novela de la que todo el mundo hablaba. El fin de semana se tendía frente a él como una alfombra mullida que estimulara su indolencia. Tomó el volumen, se acomodó, esbozó una sonrisa de suficiencia y se asomó desafiante al primer episodio. El inicio prometía, si bien él hubiera sido más efectista y, en lugar de la prolijidad de un párrafo anticipatorio, hubiera azorado al lector con una frase efervescente de la que manaran innumerables riachuelos: asirlo por el cuello, se decía, sin rebajar su sonrisa astuta. O mejor: posar una mano intimidatoria en su espalda sin darle la posibilidad de descubrir a quien tan ansiosamente le solicitaba.




El léxico era correcto y se adecuaba con eficacia al aire añejo y nostálgico con el que el autor se esforzaba en sumergir al testigo de unos momentos felices, pero perdidos para siempre. El lector se deleitaba en los adjetivos odorantes, las táctiles sinestesias, saboreaba los diálogos salpicados de ocurrencias y sentía percudir el ritmo de los periodos en sus sienes, mientras rozaba con sus dedos la banda que constreñía el tomo, décima edición, cien mil ejemplares vendidos, y no pudo evitar verse sorprendido por un soplo de nostalgia llegado desde el fondo de su memoria. Una insólita camaradería le unió entonces al autor de la novela, que hizo atemperar su juicio crítico y su disposición al menoscabo hasta el punto de emocionarse tiernamente.




La narración seguía avanzando con un trotecillo adormecedor que mecía su mocedad y la de su portagonista en un mismo cabriolé. El imaginario vehículo se acercaba mansamente a la hacienda de la tía donde el héroe iba a pasar sus últimas vacaciones como estudiante junto a sus amigos y el primer amor, cuando un insospechado calor de simpatía despertó la aletargada atención del lector, ea, qué tenemos aquí, y con renovado regocijo y conteniendo el aliento se adentró en el segundo episodio.




Los ojos desbocados se precipitaban sobre los renglones que iluminaban con nitidez exagerada los setos del jardín de tía Bárbara; el porche en sombra; el huerto de tomateras entre las que fluia un sonoro regatillo; el embarcadero del lago; las pinedas donde Amanda y yo nos perdíamos para besarnos, e invitaban oscuramente al lector a poblar con sus recuerdos el lugar infinito que se le ofrecía al borde de las páginas.




Cerró un momento el libro, acosado por una repentina fiebre evocadora y reconstruyó para sí sus propios veraneos juveniles. Desde la atalaya en que observaba sin ser sorprendido, se acercaba a divisar a vista de pájaro los días fugaces, mientras una deliciosa brisa cimbraba el hilo de las cañas de pescar tendidas sobre el río e insinuaba las leves rodillas y los vientres rosados de los primeros y urgentes amores. Luego acertaba a dibujar la comisura de unos labios frescos de muchacha a punto de ser besados; la carcajada formidable de Antón y aquella muesca bajo la encarnada encía. O la cuneta del camino que conducía al cementerio cuyas tapias enjabelgaban cada verano; o la oxidada cadena de la bicicleta de don Damián, el cartero, y a él mismo deslizando su pluma sobre las resmas impolutas aquellas madrugadas de canícula en que el olor a yedra parecía querer ahogarlo.




Abrió los ojos y salió al balcón a reponerse de tal añoranza. Contempló el cielo nocturno donde los astros titilando parecían reírse de un camelo. Volvió al salón y tomó de nuevo el libro con goloso ademán. Los ojos ya barrían el tercer episodio cuando una sigilosa inquietud iba encogiendo el corazón del lector por momentos. Parpadeó varias veces para vencer un conato de estupor que iba dilatándose por su pecho, subía a su cuello y se expandía en leves estremeciemientos por sus dos brazos y las manos que sostenían aquel libro, que el suspicaz lector acercaba a unos ojos alucinados y sin atisbo de miopía. Comprobó el olor de imprenta del recién estrenado volumen, e incluso advirtió alguna errata intolerable en la tipografía. Pero ni siquiera esa contrariedad le impidió que aquel aluvión de palabras impresas le contara al oído la silueta agostada de los setos del jardín de la tía; la luz pendular al atardecer sobre el lago; o la mueca de histrión con la que Sebas acostumbraba a rematar sus chistes, cuyos giros inverosímiles le parecían tan cómplices en aquellas páginas como el relato de sus escarceos a primeras horas de la mañana con Amanda en busca de un baño desentumecedor en el lago para desayunarse.




Una mordedura salvaje le hizo lanzar con tal energía el libro que llegó hasta el umbral del balcón abierto a la noche. Sus manos crispadas se agarraban a los brazos del sofá al que presumía haber sido atado para ser sometido a un tercer grado. Cuando reunió un poco de coraje, se levantó de su asiento sin dejar de clavar sus ojos sobre el derrotado libro hacia el que avanzaba con cautela. Lo cogió con dos dedos pinzados sobre el lomo sobre el que refulgía intermitente el brillo de los astros. Decidió seguir la lectura en el escritorio adonde se dirigió manteniendo apartado el libro de sí como si de una alimaña se tratara.





Al retomar la lectura le resultó una tarea titánica apartar los ojos de aquella constatación que hurgaba con hiriente exactitud en su pasado y que reconstruía vívidamente en el libro las ateridas reminiscencias a las que el lector se asomaba con pavor. Tomó un bolígrafo y unas cuartillas del cajón y se propuso anticiparse a la narración escribiendo la continuación que sospechaba de los renglones que iba leyendo. Su ya sobreexcitado asombro no hizo sino aumentar al verificar que las páginas no solo calcaban el sentido de sus escritos paralelos, sino que aquellas palabras y hasta la puntuación eran gemelas de las que el lector acababa de extender sobre sus papeles.




No se dio por vencido, y llevado ahora por una vanidad de clandestino que se complace en ver cómo prosperan sus ocurrencias, leyó una y otra vez, impresos y encudernados, sus novísimos renglones. Echó una mirada extraviada a su alrededor y, como defendiéndose de la visita intempestiva de una sombra inteligente, empezó a destrozar el libro por las páginas colmadas de palabras como hormigas invasoras. En una embestida de su furia contra el sordo volumen, una de sus mitades cayó al suelo: era la mitad que correspondía a la portada. El título de la novela templó por un instante el ánimo del sobrecogido lector con un reproche lejano llegado desde una noche de verano con sofocante olor a yedras. Luego su mirada reptó hasta las letras que descifraban el apelativo del bastardo que le suplantaba, y leyó un nombre tan banal que deshechó la idea de averiguar algún dato sobre su identidad. Se sonrió con amargura al reconocer la treta de tomar como seudónimo el más común de los nombres, no con un afán de lucimiento y distinción, sino más bien de oscuridad y de anonimato.




Al día siguiente salió en busca de la casa editorial que editaba la novela, convencido de poder vislumbrar alguna razón a lo que ya consideraba un atropello. Al llegar encontró una pequeña librería en la que se reunía una multitud de curiosos transeúntes. Apiñados y con fervor silencioso, aquellos bultos ensoberbecidos leían fragmentos de la novela que en seguida compraban. El lector no pudo evitar un rapto de altivez que le hizo sonrojarse de aquellas cándidas víctimas de una trampa editorial; aunque, al mismo tiempo, una leve sospecha de venalidad quería abochornarlo, y trató de dominarse sustrayendo de la librería un ejemplar de la novela.




De vuelta a la marea humana del domingo en la avenida, el lector sentía el libro a la altura del corazón como un artefacto explosivo que le exigía volver sobre sus pasos, no para resarcir el delito, sino para magnificarlo haciéndolo estallar en aquel tugurio que amparaba a su usurpador.




No tardó en darse cuenta de que necesitaba reposar de la turbación que venía hostigándolo desde el día anterior. Condució su coche hasta la playa y se tendió en la arena con la novela abierta sobre su pecho por el quinto episodio. Trató de reunir cordura para dilucidar serenamente las emociones que le habían llevado a desmenuzar con tanta saña la sagrada majestad de un libro. Ponderó meticulosamente los reproches con los que se acusaba de irascible y despótico, por un lado; mientras que, por el otro, trataba de disculparse de su alevoso crimen arguyendo ls excepcionales circunstancias en las que tuvo lugar. Finalmente, logró absolverse sin necesidad de una segunda vista. Al fin y al cabo, se sentía ya el mentor de aquella novela cuya mtad cubría su pectoral izquierdo, mientras que sobre el derecho aleteaban las páginas indescifradas a cuyo embrujo podía él mismo contribuir con solo deslizar sus ojos por cada una de las líneas que, como rieles, conducían indefectiblemente a la región donde lo abandonado seguía exigiendo un desagravio.




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