Vargasllosiana (2): Agua sexual


Si hay alguna cosa que asombra al lector de Vargas Llosa es la constante capacidad de innovación de la que hace gala este escritor: ninguna de sus novelas es semejante a la anterior. En cualquiera de ellas el lector puede recrearse en un nuevo escenario, con una nueva habilidad para colmar en formas audaces un abigarrado drama; un tema contemporáneo o rescatado del pasado para una incisión más honesta de lo que quedó en la miasma del olvido; o, simplemente (y no es poco), un cambio de temperamento y de estilo. Se diría que, a su modo, cada obra de Vargas Llosa es un mundo acabado, pero, a la vez, poblado de esbozos que aparecen secuencialmente y van modulándose en sus distintas apariciones. Así, lo que por un lado da cierta unidad a toda la narrativa del peruano por el otro no desmiente el carácter insólito y poco acomodaticio de su literatura. En efecto, el componente polémico y la voluntad revulsiva han formado parte de sus escritos del mismo modo que su versatilidad temática y su riqueza de formas expresivas y perspectivas. No es de extrañar, pues, que su talento haya conseguido la contorsión más radical que haya tenido el realismo literario en mucho tiempo.


Esa amalgama de Vargas Llosa es, como decimos, renovadora en grado máximo y poco complaciente, transida por una rebelión que empieza en el propio escrúpulo del novelista con su trabajo y que se verifica en novelas que son distintas formas de una realidad que, desde el presente o el pasado, convergen siempre en una preocupación actual. Entre esas preocupaciones destaca la que concierne al sexo, que ciertamente no ha sido asunto velado, sino elemento propiciatorio para toda una obra, como en el caso de Pantaleón y las visitadoras; o un fenómeno sintomático de una tara grave que repercute en frustración, como en el relato Los cachorros; o aún la desoladora estampa de una sexualidad que ni siquiera libera, como en La casa verde. Pero Vargas Llosa no relega el sexo a una mera valoración, ni siquiera a una apreciación costumbrista; sino que lo dota de protagonismo en Elogio de la madrastra, obra en la que, además, recobra el género erótico para la narrativa en castellano con jugoso esplendor.


Elogio de la madrastra presenta al lector un triángulo familiar dentro de cuyos límites florece la sexualidad y el erotismo en toda su deleitosa generosidad. El matrimonio que forman don Rigoberto y la sensual y exhuberante Lucrecia no agotan un día sin dedicarse al goce de sus cuerpos con toda diligencia. Este disfrute está hecho más de una cuidada dedicación a los rituales y a las fantasías que lo anuncian que al simple contacto físico. El cuerpo vuelve a ser una metáfora, recurso harto explorado en la estética del erotismo; pero la sabiduría vargasllosiana es tal que no sólo evita cualquier abstracción o estereotipo que mate el nervio apasionado que conduce a los escarceos matrimoniales, sino que lo aviva y lo sensualiza fogosamente a partir de un minucioso y exquisito regodeo en las distintas partes del cuerpo de las que, a su vez, manan con graciosa ironía las refinadísimas fabulaciones y fantasías que completarán los juegos conyugales.


Un ejemplo oportuno son los rituales higiénicos a los que don Rigoberto se dedica cada día antes de consumar el acto sexual con su segunda esposa. Los furtivos pelitos que se asoman por las orejas; esas uñas esmeradísimas que no dan pábulo a las cutículas de los dedos de los pies; o el tránsito final de las heces que colapsan el ano del padre de familia para su fruición no merecen menor atención que el vello púbico de doña Lucrecia, la reina y diosa de don Rigoberto, ni la tersura de su vientre, ni la erección imponente de los pezones, ni todavía las emanaciones de sus olores corporales para cuya vivísima apreciación se esmera jubilosamente el educadísimo olfato de su marido.


En esta novela toda la suma de percepciones se intensifica al máximo hasta una apasionada celebración del cuerpo humano en la que no cabe otra degradación que no sea la que procede del descuido y de la falta de cuidado corporal. En estas fertilísimas ceremonias sexuales de Elogio de la madrastra el gozo sólo toma sentido si es el resultado de un trabajo de higiene y de fantaseo, nunca fruto de una ociosidad que sabotee el deseo hasta arruinarlo. Hay, por lo tanto, una disciplina erótica tal y como la demuestra el cumplimiento metódico de las abluciones de don Rigoberto, auténticos rituales de recreo individual que son la antesala preparatoria para la efervescente fiesta en la sinuosa y desbordante corporeidad de Lucrecia. Sólo entonces la nariz desbrozada olisqueará su aroma, los aseados dedos de los pies serán templados por la lengua caliente y habrá honores cumplidos desde el epigastro hasta la vulva de la señora.


Ante el orden deleitoso, pero frágil, del erotismo de don Rigoberto y doña Lucrecia se perfila el tercer vértice, Fonchito, el hijo de trece años de don Rigoberto, querubín que todo lo corrompe y que se servirá igualmente de la seducción para hacer caer a su madrastra. El día en que aquellos ojos azules se posan en Lucrecia, la voluntad de la madrastra ya estará subyugada por la vena chantajeadora y desconcertante del niño y que el microcosmos plácido del matrimonio no puede evitar. Es más, la táctica avasalladora que usa Fonchito para seducir a su madrastra es la prolongación maliciosa, pero igualmente deliberada y urdidora de las bacanales conyugales de sus mayores. El niño-hombre se vale de esa ambivalencia (otro rasgo clásico del género erótico) para sus diferentes y galantes insidias que favorecerán las caída de la madre adoptiva y, con ella, el desenfadado y plácido erotismo del matrimonio, impotentes ambos ante el corrosivo ingenio infantil.


Estas diapositivas eróticas que conforman Elogio de la madrastra vienen enmarcadas en seis obras de arte y son un pretexto para la fabulación erótica de los tres personajes, cada uno de ellos personificado en un ser mitológico de gran tradición en la historia del arte. Así, la soberanía de don Rigoberto sobre Lucrecia será parangoneada con la de Candaules, rey de Lidia en la versión de Jacob Jordaens; mientras que la Venus con el Amor y la Música de Tiziano confirmará plásticamente la morbidezza de diosa de Lucrecia y el irresistible embeleco que le canta al oído la dulce vocecita del niño-Amor en Fonchito.


Novela erótica convencional, pero de agudeza y de encanto indudable, Elogio de la madrastra propone una reflexión acerca del erotismo como garantía de la felicidad, de una felicidad privada, conformista, pero cuidadosa y obstinada en la búsqueda de un placer difícil, frágil, tan amenazado por la frivolidad como por la perversidad y que ni el cobijo de la fantasía puede apartar de la decadencia y la ruina.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)