Vargasllosiana (1): Cartografías del poder


El escritor latinoamericano se encuentra invadido hasta tal punto por los acontecimientos de su entorno que, aunque quisiese encerrarse en su torre de marfil, se lo impediría la tremenda realidad del mundo americano, sus problemas sin resolver.



Las palabras que preceden son de un Premio Nobel de Literatura latinoamericano, Miguel Ángel Asturias, galardonado en Suecia en los mismos y lejanos días en que un treintañero, Mario Vargas Llosa, se esforzaba en viviseccionar la desgarradura constante de ese mundo en el que el el guatemalteco laureado había porfundizado con audaz plasticidad y compromiso inalterable. Asturias hablaba en Estocolmo del atroz drama del "valiente mundo nuevo", y que Vargas Llosa pergeñaba entonces en los borradores de la que sería su novela capital Conversación en La Catedral, y que García Márquez ya comenzaba a pregonar en las primeras ediciones de Cien años de soledad que veían la luz en México. Así, en 1967 se consagraba en Europa una meritoria carrera literaria en el nombre de Miguel Ángel Asturias; y, a la vez, se anunciaba al mundo con entusiasmo huracanado la eclosión de toda uan representación rabiosamente moderna de un clamor antiquísimo que, hasta aquel momento, había permanecido en los márgenes de un occidente siempre desdeñoso e inhibido frente a aquellas realidades. Ciertamente, las cosas han cambiado notablemente y la mirada a Latinoamérica es muy distinta de la de hace varias décadas, como lo es el interés y la atención de sus escritores actuales hacia su tierra nativa. Pero quien quiera aventurarse en el pasado y en el presente de esos grandes problemas sin resolver de los que hablaba Miguel Ángel Asturias; quien quiera, en suma, ver una manifestación inquebrantable de fidelidad a la literatura como instrumento fascinante de comprensión, puede hacerlo tomando cualquiera de las obras que jalonan la trayectoria del último Nobel de Literatura.




La fiesta del chivo puede ganar con asombrosa eficacia la admiración del lector que no haya tenido aún la ocasión de acercarse a la obra de Mario Vargas Llosa. Escrita en los últimos noventa, es tal la concentración de nervio narrativo, ritmo emocionante y ambición representativa de una realidad concreta que me atrevería a decir que es en esta obra donde desembocan graciosamente todas las constantes que han modelado la narrativa vargasllosiana. Por lo tanto, no resultará extraño que tras la lectura de esta novela el lector se sienta impelido a no salir todavía del solar vargasllosiano; sino que siga hollándolo, adentrándose en la espesura de ese jardín violento y atrincherado tantas veces, ocioso y remansado a ratos, que no deja morir un encanto logrado a partir de una vocación literaria como pocas.




Pero La fiesta del chivo es además una demostración de que las novelas del gran narrador peruano no esquivan ni enmascaran, sino que despliegan con sabia profusión la carta poliédrica que lleva al corazón apuntalado del poder, desde el cual se irradia un orden no menos que una disposición colectiva que casi siempre está herida por la obnubilación, la demencia, el síndrome de Estocolmo y la degeneración. Celebremos, pues, que el alma dorsal de Vargas Llosa, que alberga y espolea sus ideas políticas y de hombre de acción, no haya muerto de inanición y excite constantemente el reguero de sus pasiones en sus fabulaciones tanto como su voluntad de denunciar a los que mienten en nombre de la verdad frente a los que se sinceran con seductor embaucamiento. Y celebremos que la figura atroz del dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo -el Gran Benefactor hasta 1961; el "Chivo" para su infame posteridad- no haya muerto para que siga viviendo en los vivos, sino para hacer que, una vez más, la barbarie se desnude por encima de los tiempos y se aprecie con idéntica exactitud el material del que estuvo hecho el látigo como el cuerpo malherido sobre el que fue a restallar y que aún hoy nos conmociona.




La experiencia escrutadora del terror, que certifica el valor literario de Vargas Llosa, ha hecho posible que La fiesta del chivo muestre al mundo la tiniebla de las tiranías en una novela que no es una más de las "novelas de dictadores", sino que es, posiblemente, uno de sus más exitosos logros. Ahora es la República Dominicana quien relata su infamia dentro del eslabón tremebundo de las tiranías modernas como otrora lo fue Paraguay en la novela Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos; Guatemala, en El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias; o el Haití postcolonial de El reino de este mundo de Alejo Carpentier.




Pero, en su novela, Vargas Llosa no se limita a analizar los mimbres de la dictadura ni su inquietante perpetuación; además sigue los pasos de los que habiendo sido acunados y hasta honorados en esa pesadilla habitual comienzan a poner en marcha la estratagema para una decapitación en toda regla del régimen de Trujillo. De ahí que resulte alentador hallar caminos de libertad en forma de enlaces humanos en un país atenazado por el miedo de tal forma que no deja otra posibilidad de convivencia ciudadana que no sea la que está manchada por las miserables huellas de la delación, la traición y la venganza. Y que toda esa rebelión se produzca tras años de interés personal por preservarse, o por esa otra actitud que domina al hombre cuando se encuentra acorralado y que lo lleva a anular su capacidad de juicio. En esta situación sólo será esperanzadora una injusticia sobre alguna de las aristas de sus existencias (el asesinato de las hermanas Mirabal, en el caso del personaje de Pedro Livio Cedeño; o el pretexto creado por la imaginación de El Chivo para asesinar al hermano de Antonio de la Maza) para caer en la cuenta de que un mismo tentáculo cercena todos los cuellos bajo la tiranía.


Pero, ¿qué es lo que les privó de semejante afán de justicia hasta ese momento? ¿Qué endemoniado brebaje les hizo vegetar, pero no resistir, en ése el que creían orden normal de las cosas? La fiesta del chivo sigue la trayectoria de los opositores antes y después del asesinato de Trujillo; y, por otro lado, narra el regreso a Santo Domingo de Urania Cabral, hija de un antiguo ministro de la dictadura, treinta y cinco años después. Así, en 1961 se aprecia el poso amodorrante que va dejando el totalitarismo sobre el ciudadano, sea o no acólito del régimen, mientras que la rememoración de la amarga experiencia de Urania Cabral en 1996 nos pone de manifiesto la persistencia de la desolación y el embrutecimeinto como signos indelebles de la tiranía sobre los que la sufrieron.


Junto a estas dos líneas emerge una tercera que ilustra el último día de la vida del dictador y que esclarece las "razones" que legitimaron la sinrazón y que están más allá de los teléfonos pinchados y de las torturas de la policía secreta. Concretamente en 1930, año en el que el Benefactor tomó el poder; año en el que a partir del cual se puede hablar de patria común, no ya de tribalismo; año en el que a partir del cual se puede decir que existe civilización, no la barbarie que aún acosa a los vecinos haitianos; año a partir del cual la palabra prosperidad no es una fruslería, sino una realidad. Ante tales aseveraciones, el futuro está diseñado para quien lo plantee sin discusión y para quien sienta que su páis es su propia garita. He aquí de nuevo, pues, ese adanismo fundacional que convierte al tirano en Padre de la Patria, el argumento, en resumen, que ha sido justificación y coartada para tantas iniquidades en todo el mundo, particularmente en Latinoamérica, no menos que al sombría fertilidad criminal de la que es capaz un asesino coronado cuando es capaz de convertir un mínimo estado de derecho en una mascarada terrorista.


La fiesta del chivo mezcla personajes históricos con otros ficticios. Vargas Llosa se sirve de unos y de otros para dotar de mayor persuasión a su novela, según ha asegurado el propio escritor. A la vez se sirve de esos elementos clásicos del ¿género? de la novela de dictadores como la relación entre las altas autoridades y el mundo de la prostitución; o la hostilidad y el odio entre las naciones vecinas, así como la alianza u oposición con ciertas instituciones estratégicas; o, todavía, el beneplácito de Estados Unidos, que en la novela es oposición al régimen, aunque el factor "yanqui" en la novela está hábilmente matizado y sutilmente manifestada su relevancia en la trama. Pero nada de lo que se pueda decir aquí agota en modo alguno las más de quinientas páginas de esta maquiavélica cartografía que es La fiesta del chivo; ni ésta agota el enorme potencial de un escritor en al cima de su talento.


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