La resistencia silenciosa


De vez en cuando, y siempre que uno se lo propone, la cultura no oficial, que no es la que nos abastece cada día con el manido género de la demagogia de candil, las ínfulas de diversión y los afanes inverosímiles de parecer simpático o antipático según el blocao donde uno sestee, nos proporciona ocasiones para dejar de observar la pelusilla que va retoñando en nuestros ombligos y avistar con cierta perspectiva el pasado, que es el limbo consecuente del que todos procedemos.




En estos días de un verano de crisis, época, pues, preferente para que salga a la luz la conciencia demoníaca de cada uno, quizás el placer todavía solitario de la lectura despunte entre los propósitos austeros del mes de agosto. Y si la fortuna se toma la excepcionalidad de no ser cicatera en las jornadas deficitarias que vamos atravesando, tal vez ocurra que entre las lecturas del dispuesto veraneante figure La resistencia silenciosa del profesor Jordi Gracia. De ser así, habría sobradas razones para una celebración íntima de cordura, entre otras cosas por el escaso o nulo interés que suscita lo que calladamente, sin tiovivos ni pirotecnias nos habla acerca de la amenaza colectiva- concepto tan ajeno a nuestra neurosis, si no es por obra de algún Mars Attacks- ni de cómo el lenguaje ni su aséptico arsenal de palabras pueden comulgar con la luz o la morralla dependiendo del variopinto calambre que las enerve.




Hubo una época en la que el intelectual clásico, aquél bautizado en el siglo XIX, gozaba aún de reputación y fama. En España, país secularmente atrasado en tantos fenómenos históricos, la consagración del intelectual ante un público relativamente culto y suficientemente masivo se dio en el primer tercio del siglo XX de una forma realmente prodigiosa. La opinión cotidiana en los periódicos y la edición de las obras de un Ortega, Marañón, Baroja, d'Ors o Azorín suscitaban un interés que nos permite suponer que el curso acelerado y candente de los acontecimientos de la actualidad no reñían ni colisionaban con las preferencias intelectuales de estos escritores, sino que incluso les proporcionaban cierto celo sobre su conciencia ética además de satisfacer la demanda de opinión formada que el público solicitaba y que ellos, no sin cierto paternalismo, les ofrecían. Si tenemos en cuenta la magnitud de los hechos que estaban configurándose en los años en que aquellos intelectuales se erigían en paladines de unas ideas ajustadas a la tradición, pero igualmente atentas, y aun complacientes con las innumerables derivas del presente, comprenderemos la permeabilidad ideológica que evidenciaron hombres como Maeztu, Unamuno, Machado o los más jóvenes Salinas, Alberti, Pla, hasta nombres como Ridruejo, Sánchez Ferlosio o los Goytisolo, mucho más adelante. Permeabilidad que no es sino consecuencia de una sana e inteligente voluntad de sincretismo en unos años, esencialmente los que suceden bajo el régimen de la Segunda República, en los que parecía que la sombra del fundamentalismo ya no daba cobijo a nuevas oquedades sobre España. Sin embargo, estos mismos años de libertad recuperada- porque, aunque les pese a algunos, la libertad también tiene una tradición en España- fueron el semillero perfecto -perfecto por irreprochablemente libre- en el que germinaron no los primeros, pero sí los más nocivos virus de aquella patología extremada que atenazaba la Europa de los treinta en forma de reacción monstruosa, vestida con el ropaje impostado de la vanguardia, que fue el fascismo.




La resistencia silenciosa es una nueva y excelente incisión sobre uno de los problemas que, a mi juicio, más inquietud y, por qué no decirlo, sarpullido de conciencia me producen. Y ese problema insalvable, tenaz y repentino se cifra en la claudicación hasta la indignidad de la forma más esperanzadora de libertad frente a la aberrante e implacable hidra de arpillera que la segó (que la siega) sin clemencia. Una sucumbida que llevaba junto a la libertad tanto a sus más firmes defensores como a aquéllos otros que habían embriagado sus ideas con los cantos de sirena de una presunta utopía que sencillamente era una nueva recaída en la peor de las simas de nuestros tiempos, contrapunto tenebroso de la lenta y nunca bien preservada ruta del liberalismo.




Porque eso llegó a ser Europa y España en los 30 y los 40: cara y cruz, ying y yang, sismógrafo exagerado de las dos dinámicas bajo cuya absorbente realidad se puede resumir la obra del hombre a lo largo de la historia de la civilización. Polaridad y compromiso inalienable ante el que nadie podía permanecer neutral -todo ciudadano de los años 30 estaba politizado de algún modo- y que iba moldeando a contrarreloj el deber urgente que se desbocó en deseperación ate el amanecer de los totalitarismos y en alharacas viciadas o silencio séptico bajo la insobornable represión de la ideología, en una fosa común, en defintiva, en la que cupieron atroz o cómodamente todos y cada uno de los españoles de la postguerra.




Ideología que nunca se ve, pero que, como dice el profesor Gracia, está y gobierna las cabezas de un tiempo. Ideología que se trasviste y se contonea con un determinado lenguaje: la lengua del Tercer Reich, de la que nos dio feroz cuenta Victor Klemperer; o la del fascismo joseantoniano, pretendidamente joven, que se solazaba en los conceptos de ultratumba, la sintaxis grandilocuente, el verbo bronco y un discurso, en general, más apto para el gobierno de un cuartel que para la razón de Estado, y que delataba en sí mismo el espíritu de un tiempo en el que uno podía envenenarse por obra de un sencillo y sincero bostezo.




La resistencia silenciosa es una constatación de una piojera que va esquilando un cráneo sensato; de una derrota in extremis y una imposición extremada; de una gangrena feudal en la época de los cuantos y de los antibióticos; es una invitación a seguir hurgando en el porqué de la cuestión palpitante del siglo XX. Pero es también un estudio de la inviolabilidad de la dignidad por encima de cualquier barbarie; del hombre profundamente solo ante un sistema de filas prietas y brazos caídos; del hombre que sale a la calle y rompe sus versos, también. Y, sobre todo, de la confianza en el lenguaje heredado, en una nueva forma de ver a la tradición, en la luz que se divisa más allá de la intemperie astrosa; del vocablo justo, de la idea que ha ido calando en el espíritu hasta encabritarse; del abuelo que reconoce al nieto y del hijo que no quiere acabar de ingeniero. Es la historia de un milagro laico tras una serie demasiado larga de extremas unciones en el templo de una ficción chabacana. Es un libro tolerablemente triste, porque es finalmente infinito: acaba matizado por la discreta salvación moral e intelectual de los que vieron modestamente entre la arpillera del secarral que la bestialidad tenía sus días -horribles, violentos, purulentos, es cierto- puntualmente contados. De los que, en defintiva, nos salvaron de lo peor.




Jordi Gracia, La resistencia silenciosa (XXXII Premio Anagrama de Ensayo), Barcelona, Anagrama, 2004

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