El talón de Aquiles (y 3)

La cabeza de Laura pierde por momentos gravedad y acaba claudicando. No le cuesta nada darse por vencida y retirarse deponiendo las armas mientras se descubre y abandona el campo con el casco bajo el brazo. Todo lo que la protege está cubierto de una capa de polvo que la hace más pesada, más triste y más noble. Polvo el casco, polvo la coraza y el arnés.

-He decidido abandonar "El Deportivo", estoy cansada...


Oyéndola uno se apercibía fácilmente de que a ella no se iba por un llano que pudiera despertar la confianza del viajero al emprender su camino. No habría ningún vericueto ineperado en sus dominios, ni colinas costosas; pero todo sería secretamente imponente. No había en sus expresiones subordinaciones introvertidas, sino una larga espiral que se desplegaba por obra de un extraño resorte, como la de un lepidóptero cazador. A veces daba miedo amarla así, tan desnuda, y asomarse a ella y verse uno igualmente tan entero y macizo causaban inquietud incluso al más pintado, cuanto más a Abel.



Por primera vez quiso salir de aquel cráneo de diosa como una idea que acaba en acto consumado sin haber sido siquiera crisálida de palabra. Al besar su frente aquella noche de huida sintió la pura tranquilidad de la estepa, el silencio y su recompensa, mientras muy abajo, y aún más lejano que dos semanas, ya no sentía la viscosidad antigua de las fauces abiertas. Una a una caían las tapias como un acto sobrio de perdón.



Abel apuraba un whisky en la terraza de su apartamento. No lograba reconciliarse con aquel gesto de fuga por carreteras de noche con aquella joven periodista que dormía en su cama. Pensaba que su vida estaba privada de aquello que hacía la de Laura tan desprendida, y que a cada una de sus elecciones no le seguía el hueco ávido que deja el rastrojo arrancado de cuajo, sino una voluta de humo que se disemina. Imponía a sus pensamientos, palabras y manifestaciones un doble gravamen hasta tensarlas y descomponerlas. Por eso prefería el silencio, que dominaba como el que pasa de puntillas sobre las brasas, sin querer preñarlo de cordialidad y mucho menos de displicencia. El silencio ya era la huida, el fondo y la forma, que había trabajado esforzadamente hasta el punto de adulterar el uno con la otra, de encanallarlo. Mas no lograba evadirse de la presión candente que le abrazaba con más calor que la copa que sostenía y que dibujaban alrededor de su figura una mandorla de penitente.




Pensó en el corazón y los nervios de El Bucanero, después de calcular dos sorbos justos en el poso de whisky que se evaporaba en su copa. Pensaba en el pichichi más allá del peroneo, de los isquiotibiales, más allá incluso del hematoma. Pensó que para Peláez, como para Laura, el mundo simplemente se cumplía, porque era impostergable e inmediato como la trayectoria puntual y potentísima del balón en el penalti. Y que, tal vez, como en el chut, la única perspectiva digna de atención fuera el fondo milagroso de la portería venciendo el corazón sorprendido del cancerbero, sacrificando los márgenes y las líneas de banda, el equipo y el rugido atronador amplificándose desde las gradas...



La estrategia sigue siendo la misma y sigue siendo infructuosa. Mientras El Bucanero realiza sus calentamientos en una mitad del campo, en la otra el equipo saca fuerzas de flaqueza ante los rugidos imprecatorios de Aga Ruiz. Un tropel de fotorreporteros se acerca al rincón en sombra donde se ejercita el ariete de La Unión. Uno de ellos, audaz, se acerca a él con el cuidado de un excursionista de safari ante un formidable jaguar. Por un instante imagina al futbolista atravesando la explanada en zancadas calculadas con un gesto de cólera en el rostro y unos ojos contraídos que protegiera de la pez hirviendo que volara arrojada desde las almenas del enemigo; y el cuerpo compacto, nudoso, concentrado en colmar de furia cinco segundos decisivos como cinco vidas.


-Vuelve, campeón!- piensa el reportero embriagado en su fantasía.



Fija el objetivo de su cámara con precisión sobre El Bucanero y lo inmortaliza con la cabeza acotada, en un perfil confiado y sereno que se recrea atándose los cordones de sus botas. Un raudal de luces acaba rodeándolo inmediatamente, al tiempo que en el otro extremo del campo el resto de jugadores desfila en grupo amedrentados por los bocados feroces del míster sobre la línea de un horizonte verde.



Al llegar a la sala de masajes El Bucanero está tendido en la camilla con el pie derecho sobre la rodila izquierda flexionada, la mano izquierda al alcance de los dedos del pie y la otra aferrada a un móvil del que parece salir una conversación muy entretenida. El futbolista lanza a su interlocutor oraciones breves, monosílabos y carcajadas con los que quiere parecer a la vez burlón y atento. Abel se acerca a su paciente una mañana de su última semana en el Nuevo Coliseo. El Bucanero parece regañar su impuntualidad- trece minutos pasan de las once- evadiéndose en su charla telefónica y respondiendo con un alzar de cejas el saludo del masajista. Abel acaba de comprobar de nuevo el carácter contemporizador de Aga Ruiz, que le ha increpado con el tema de la editorial del viernes sin dejar de reconvenirle por sus furtivos encuentros con Laura, la de los crueles vaticinios, a la que en su fuero interno acusa del nuevo fracaso de su equipo.



Pero Abel ve a El Bucanero y se relaja; comprueba que sus miembros obedientes están de nuevo tendidos y prepara sus manos para la sesión en que de nuevo se pondrá a disposición de esas piernas aguerridas, que son la cara y la cruz de un país y a las que Aga Ruiz no es capaz de sobornar con sus invectivas biliosas. Abel quiere consolarse, y se consuela en ello, a pesar de esa nueva hostilidad que parece hacer cosquillas sobre el oído y el entusiasmo del pichichi. Unta de nuevo la pantorrilla, la rodilla y el muslo con el aceite y desliza la palma sobre su piel desde el empeine hasta la orilla de la cintura, realizando presiones intermitentes sobre los puntos sensibles, rodeando con tiento y cuidado el cada vez más rendido hematoma, que en segundos ve fluir la vida sanguínea alrededor de su cerco traumático, volviendo rosada su apariencia violácea y apagada.



El Bucanero no cesa de reír y lanzar imprecaciones divertidas al aire medicinal de la sala, aromada por un efluvio fresco y tonificante. Abel levanta sus ojos y se pregunta tristemente por la identidad del interlocutor que le priva de una nueva ocasión para la charla distendida con su paciente, cuya compañía tiene, bien lo sabe, las horas contadas y no están siendo aprovechadas como él quisiera, como desearía con mayor ansiedad que transcurrieran cada hora de aquella semana. Al topar con el gemelo, su manos detienen mecánicamente el movimiento pendular de la pantorrilla y pinza con sus índices y pulgares el músculo indolente. Repite durante un minuto el gesto sobre la zona dilatando progresivamente el recorrido de las yemas sobre la carne, cuando otra carcajada de Peláez hace que el gemelo se contraiga como si hubiera sido llamado de pronto para la misión poderosa de un regate. Abel trata de nuevo de simpatizar con el distraído convaleciente por medio de las palmas sobre los extremos del muslo. Entonces, los ojos del delantero se vuelven con curiosidad hacia las inmediaciones del hematoma, ocasión que Abel aprovecha para hacerle partícipe de su pericia profesional a la hora de pilotar con virtuoso cuidado el movimiento de sus manos por las vías habilitadas a una velocidad y con un brío que daban a sus dedos la sensación de estar deslizándose sobre rieles invisibles. Peláez sonríe ante el insólito afán del que hace gala su masajista cuando Abel reconoce, nervioso e intrigado, que nadie se esconde ya tras la línea telefónica.



El Bucanero recuesta su cabeza sobre sus dos brazos mientras observa, socarrón, el trabajo de su cuidador. Sin razón aparente, aquella expresión pícara y olfateadora de su paciente trae a la memoria de Abel el reproche de Aga Ruiz a sus jugadores por el fracaso del último campeonato de Liga, y no puede evitar sentir sobre su cara parte de los perdigones con los que el entrenador castigaba a aquél que estuviera obligado a someterse a sus filípicas. Para tratar de dominar la inquietud que siente cuando la mirada del jugador se clava en su rostro, Abel se imagina aquella sonrisa interrogativa de El Bucanero frente a la faz hosca y fastidosa del míster, y reúne un poco de voluntad para impedir que una sonrisa caprichosa se plante temerariamente en su cara. Pero El Buca ha cerrado los ojos. Abel se siente ridículo ante su nueva indiferencia y el escaso ascendente que parece tener sobre su enfermo.



Cuando vuelve a caer sobre él una suavísima melancolía, siente ascender un calor por sus orejas. Abel vuelve a echar otro vistazo distraído a Peláez, que vuelve a observarle fijamente. Esta vez su mirada está matizada por una apariencia evocativa que parece incidir sobre un pensamiento bullicioso colocado en el centro de su frente. Abel piensa en el domingo próximo, en el deber titánico y en los noventa últimos minutos de la Liga, mientras aquellos ojos posados sobre su rostro quieren expresarle algo que sólo puede ser poderoso. El masajista se esfuerza en comprender lo inefable, al mismo tiempo que reúne la masa física de la pierna completamente distensionada. En un momento de lucidez llega a ver al través de aquella mirada y decide abstenerse. Se retira a un lado de la camilla para dejar que aquella mirada exagerada de El Bucanero horadara la pared de la habitación y saliera en busca de una continuidad en el espacio que parecía requerir salvajemente.



Por la tarde Laura lo está esperando en la puerta de el Nuevo Coliseo. Desde el vestíbulo, Abel la invita a pasar y a tomar algo. En la cafetería compran dos refrescos y deciden salir al campo. Toman un asiento en una de las primeras filas del graderío y contemplan en silencio la furia aplacada de aquel verdor inverosímil en el que se debatieron y habrán de debatirse los estremecedores embates de la rivalidad. El sol declinante cubre de sombra una mitad perfecta del estadio y parece barrer a Abel de Laura por unos minutos. La joven parece querer confirmar con su mirada la simetría entre las dos mitades del campo de juego a las que se le antoja perfectamente irreconciliables. El flequillo traspasa diagonalmente la frente de Laura y el aire le riza levemente el cabello de las sienes, que Abel besa con los ojos.



- Peláez estará en plena forma este domingo...



Abel se detiene por un momento a contemplar la portería que linda con el área defensiva. El travesaño reluce como el ojo de un águila encumbrada.


-Lo dará todo, puedes estar segura. Este año la Liga será para La Unión.


El masajista se lleva una mano a su boca y aprieta sus nudillos contra los labios. Laura se ríe y le besa. Una sombra común cubre el estadio al final de la tarde. Laura y Abel parecen compartir la misma perezosa resistencia de aquella tarde cayendo como la miel tras el ventanal de la galería. Él se gira un instante como si quisiera cazar improvisadamente una racha de aire.


La puerta del despacho está cerrada, cerrada con una doble vuelta de llave. La inscripción antigua que se averigua en la placa daba fe del olvido inexorable de alguna contraseña.





La sonrisa jovial de El Bucanero sobresale de entre el grupo de jugadores, que van corriendo de un lado al otro del campo. Arracimados a un lado, un formidable corrillo de reporteros y fotógrafos pasean a lo largo del área de meta, mientras esperan con adiestrada observancia el fin de los ejercicios que ha impuesto Aga Ruiz a los suyos con disciplina espartana. En las inmediaciones del estadio un par de cláxones entonan las primeras notas del himno de La Unión; al cabo de unos minutos se les añaden vítores y gritos a pleno pulmón.



-¿Has leído hoy la columna de Sergio en "El Deportivo"?



Abel trata de espolear el busto yerto de Laura con un calculado inoportunismo, que crispa el gesto de su boca con un mohín de desaprobación y alivio. De repente sus ojos se fruncen levemente siguiendo a sus labios, que se solapan y estiran en una sonrisa de confianza en cuyo margen se aprecia la trayectoria del chorro de agua que va de la botella a la boca de El Bucanero.


-Mira allá!


El dedo de Laura señala la luz cernida sobre una mitad del césped y en el que la rodilla dispuesta del jugador no merece de momento al atención de los fotógrafos, entretenidos en confidencias, chistes y gastando bromas con El Bucanero. Abel piensa en el fácil recurso del humor en una conversación, mientras se busca mecánicamente con un dedo la hebilla metálica del cinturón que jamás ha abandonado el pantalón que ahoga.Comprueba de nuevo la tensión que se acumula a la orilla de las comisuras de veintiséis años de Laura; Abel se ruboriza por el silencio de ella que va meciéndose y anegándose en su propio silencio.



Las luces del Nuevo Coliseo se encienden cuando ya es noche cerrada. La cancha del estadio de La Unión descansa en el sueño de los justos y Abel invita a Laura a bajar hasta el campo con un leve roce de su mano sobre la espalda de la periodista. El aire es templado y tiene en sus rachas la afabilidad propia de finales de mayo. En el fondo del campo el ariete de La Unión, el pichichi de la Liga, el delantero de moda, Pablo Peláez, El Bucanero, El Buca para la afición, sigue entreteniéndose con el balón en el área de penalti. Al salir a las graderías Abel no puede reprimir una sonora carcajada ante la sorpresa de Laura.




- Vamos, mujer, vamos!


Las piernas de Laura saltan al campo en busca de Peláez, que sin dejar de dar pequeños botes al balón la saluda con el brazo cuando se percata de su presencia. A apenas dos metros el encuentro de la mano de la periodista con la del futbolista, un agujero benefactor parece traspasar de aire el pecho de Laura.



-Soy Laura Carrión, mucho gusto.



Abel los observa desde un margen de la gradería. Se sonríe ante una torpeza de Laura con el balón que le pasa El Bucanero y que en seguida corrige con una serie de regates con los que responde muy dignamente a su insólito compañero de juego. Las palabras, los chistes, las apreciaciones banales, los conocimientos volanderos sobre el fútbol que reposaban en la mente de Abel forman ahora un irónico juego de abalorios que no acierta a estrenar. En su imaginación intenta tomar uno, el que se le ofrece más asombroso, pero de repente es sorprendido por un potentísimo gol de El Bucanero, que es celebrado efusivamente por Laura. Abel aplaude en su soledad los progresos de la pierna de Peláez y la fugaz euforia de su compañera, que al cabo de unos minutos está charlando con el futbolista. El Bucanero, con el balón bajo el brazo, parece responder modestamente las cuestiones que con informal resolución le plantea Carrión.



Abel vuelve a acordarse de las palabras, de los abalorios, y se complace en pensar que sus palabras, constreñidas en su garganta como murciélagos, forman parte de algún modo de la locuacidad bulliciosa con la que Laura parece turbar y hechizar unas veces a El Bucanero, distrayéndole y haciéndole recapacitar otras, como un balón que botara de la pared sorda a las manos de Laura, de las manos de Laura al vacío, en tanto Abel se pregunta qué estrategia tomará el domingo para que todo parezca un accidente y no rebajarse al recuerdo una vez más, mientras una estela de ruido va perdiéndose a lo lejos como la de los cláxones eufóricos, ininterrumpidos de los hinchas de La Unión en el fondo de la avenida.






Malgrat de Mar, 8-11 de mayo de 2010












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