El talón de Aquiles (2)

El vientre de Laura era una tormenta rubia y encogida que no encontraba lugar donde tenderse. Era un reconocimiento íntimo de impiedad y desasosiego que resistía al borde de un desaguadero. El vientre sitiado de Laura no podía esconderse por más tiempo y, de las cumbres de sus pechos, millones de invisibles vigías aguardaban el momento de la expiación. A veces se erizaban de frío y otras se abarquillaban para defenderse de la canícula; jamás desertaban, y en los instantes de mayor audacia osaban aventurarse hasta el valle inclemente del miedo.


Laura se levantó. Embistió.


- ¿Cree que esta nueva derrota no es un signo evidente de un error de estrategia?


- No, no lo creo.


- ¿Y no considera que La Unión va a perder de forma totalmente imprudente las oportunidades para ganar el Campeonato de Liga antes de la última jornada?


Aga Ruiz se sentía aturdido y se lo hizo saber al jefe de prensa con una mirada implacable, desbocada, como impulsada por una furia antigua.


- Ya. Pero dígame, míster, ¿qué parte de responsabilidad le da a la ausencia de Pablo Peláez en el partido de la última jornada? O mejor, ¿qué tiene usted que reprocharse por haber basado su táctica de juego en un solo jugador durante toda la temporada?


Aga Ruiz sintió vibrar su fibra sensible. Un trémolo de grima le hizo brincar de su asiento y abandonó la sala de prensa rebosante de reporteros.


Laura se quedó sola en el campo de batalla con una mano alzada para el ataque y otra cubierta con una rodela contra el órdago enemigo en una épica ridícula. De nuevo había cerrado ella la tanda de preguntas con un surtido de imprecaciones contra la fortaleza resguardada de La Unión. En este mundo, pensaba, deberían vencer los arrojados, los que salen al páramo desafiante a saltar la frontera que hay al otro lado de cada paso hacia adelante, palabras calcadas de lo que le susurraba Sergio al oído, y que Laura suponía envuelto en un rumor venerable. Sergio seguía en la trinchera desde donde divisaba los avances de su amazona hacia el blocao en el que se hacinaban los cobardes. Pero Laura sólo acertaba a lanzar un guijarro testimonial a las almenas, que no era tanto una voluntad feroz de amenaza como una ronda de amor postergado en el jardín del amado.


Abel se debatía en silencio con el cuerpo mudo de El Bucanero, que aquella mañana le rehusaba. El dorso de aquellas piernas empapadas era aún más triste que la cara frontal, y mostraba a quien se atrevía a palparlas su burla resignada por años de ostracismo. Más allá, la espalda ancha del convaleciente se elevaba en forma de talud rematado por una cabeza acotada de cabellera ondulada, penacho que se hundía silencioso en la almohada blanca, que le ayudaba a olvidarse un rato de la ebriedad del mundo. Parecía dormir, pues ni quería leer la prensa, que un día le acusaba de alta traición y otro celebraba holocaustos en su honor, y no acertaba a decirle si era el padrastro inflexible o el hijo pródigo; si entrar en liza, colérico, o esperar nuevas noticias de fracasos espantosos. Abel se limitaba a hurgar entre las fibras los puntos centrales donde dormitaba la vida de El Bucanero, y hacer aflorar el entusiasmo rabioso que tantas tardes animaban a aquellas piernas a batir el espacio con un golpe de balón desde la soledad del centro del campo hasta el extremo triunfal, adorable por lejanísimo, del larguero.


Abel veía tan remoto a Peláez cada tarde en el césped húmedo del Nuevo Coliseo como durante las mañanas de sesión, cuando patinaban las palmas de sus anchas manos minando los tendones tumefactos que se insinuaban desde la ingle al talón. No lograba acercarse a su vida de crack, que se aquietaba unas veces sobre la almohada y que en otras ocasiones se vislumbraba en las portadas del lunes, en las vallas publicitarias tras el almuerzo, en el boletín de las nueve, veo difícil que esta semana me incorpore al equipo, toda aquella retahíla de alegría y esperanzas, de escarceos y huidas, de una ilusión pavloviana en que era preciso salivar para no comerse la vida a bocados, pero que a Abel se le antojaba radical y gigantesca, acicate de la envidia más golosa que le paralizaba y le inspiraba, la madeja de sentimientos turbulentos con los que tejía cada día el precioso cuento de sus momentos felices con el pichichi de la Liga, el héroe de La Unión, para deleite y regocijo del oído de Laura, que cada noche cantaba serenatas bajo la ventana sorda, obturada de El Bucanero como desquite de los improperios abusivos que le dedicaba cada jornada.


El camino de Abel se bifurcaba y no sabía si recular o mantenerse en sus trece e ir hacia Laura por la vereda del bosque que le había extraviado de El Buca. Pues tenía la corazonada de que su descarada inhibición futbolística quizás le apartaba de una total franqueza con su ilustre paciente, al que sólo podía embaucar con una apasionada charla de remates y pases, de audaces formas de driblar y de amedrentar a la insobornable defensa. Y, tal vez, en el curso de tales conversaciones, supiera cómo suena una carcajada de El Buca lejos de una rueda de prensa o de una hipócrita necesidad de caer bien. Desubicar la alegría dormida de El Bucanero para una sesión ordinaria de masajes en la que, con un poco de suerte, se lograra iniciar una sincera, cordial y verdadera amistad en la que no fueran precisos los efectos de una imaginación acalorada para narrar una convivencia, falaz de tan breve, con la que deleitar cada día el almuerzo de la impresionable Laura Carrión.


Pero Laura no lo tenía más claro. Con el tenedor vacilando entre sus dedos, dudaba entre hincarle su inopinada ocurrencia a la guarnición o al estofado.


- Sí, esta semana vamos a darles un toque de atención. Y si hace falta, nos vamos a poner más cabrones con La Unión, porque lo del sábado fue intolerable.


Y Abel, pobre, insistía en la mejoría de El Bucanero, que sería cuestión de días que cantara el primer alirón de La Unión en el Nuevo Coliseo. Pero de aquel puñado de estopa, seca, embustera, no sabía sacar nuevas formas para la fabulación. Por su lado, "El Deportivo" se prodigaba en la apatía, la desmoralización y hasta la decadencia de un equipo que hasta hacía unas semanas copaba la clasificación; quizás rozaba la verosimilitud con mayor honestidad de lo que lo hacía Abel.


Quizá se trataba de eso, de situarse de una vez en la realidad y plantar cara a la amenaza. Quizás extraños mensajeros enviaban a Laura y Abel exhortaciones a la responsabilidad y a desviar urgentemente el itinerario, que se perdía en sí mismo. Quizás, en aquel momento, insospechadamente, el maestro de toda aquella ceremonia en la que se jugaba a un tiempo la gloria sin tiempo al ciclón centrífugo de la oscuridad y la ignominia les seguía los pasos desde otra mesa del restaurante, y Aga Ruiz hubiera hallado finalmente aquella noche una razón de su indignación.


Y, sin embargo, la indignación parecía ser la mejor antesala de aquella noche en que Abel traspasó el umbral del vientre de Laura y se afanaba en subir a sus pechos, que ahora se abrían y descansaban del fuego en sus manos, donde Laura se extasiaba tratando de dar cuerpo a una tercera carne entre su carne y la de Abel. A ratos, el vientre de él parecía encajar deliciosamente en el de ella; a ratos, había un amago de fuga. No era aún posible la desnudez ni la honestidad total, si no era en presencia de un testigo que ninguno de los dos creía merecer: el mortal formidable calcado en las manos de él y en la desazón de ella, que dormiría o pasearía insomne a a una distancia indefinida del deseo de aquella inesperada pareja, y a una lejanía aún mayor, quimérica, del desesperado intento de salvarse de aquel salvaje desamparo.


- ¿Qué será, Laura, de El Buca de aquí a unas semanas?


Los dos tendidos en la cama compartían la obsesión que les horadaba. Laura llevaba la mano de Abel a su vientre y se auscultaba el terror infinito de aquella dieta obligatoria. Trataba de llamar al héroe imaginario y encontraba a un hombre temblando entre las ramas, y el hombre temblando entre las ramas parecía llamrala a ella más allá de aquella noche.


Laura se levantó de la cama y fue directa al cuarto de baño. Encendió la luz que iluminaba el espejo y se miró el rostro. Acercó un dedo a su sien y resiguió con la yema del índice el contorno que iba de sus párpados hasta la comisura de los labios. En aquel momento los brazos de Abel la capturaron por detrás y sus manos se pasmaron en el vientre rubio. Un hálito levísimo soprendió la oreja rosada de Laura y la advirtieron de la proximidad de los labios de Abel. Quería decirle al oído una exagerada verdad que pusiera punto final a la ridiculez; pero se limito a estrechar los pechos vigilantes de su compañera en sus manos; de alguna forma intuyó que con ellas resultaba más sincero y eficaz. Laura ocupó con sus dedos el espacio de vida entre los dedos del masajista y descubrió su cuello a la boca asomada de Abel. Estuvieron varias veces al borde del dolor y del agradecimiento.





Abel se despertó aquel viernes temiendo que la tarde de aquella jornada volviera a dedicarla al dudosamente dulce y paralizante ejercicio de la meditación. El desgarro que venía sintiendo desde el primer día con El Bucanero no parecían reposar, y aquella noche le habían invitado de nuevo a una velada con sus fantasmas. La sesión de masaje de la mañana duró dos horas y se esmeró con la energía y el aplomo que extrañamente le concedieron sus apenas tres horas de sueño. El hielo sucumbió pronto a la temperatura de los músculos y el tratamiento con calor también tuvo un efecto feliz sobre su paciente. Mientras, El Bucanero se abstraía con los cascos puestos, siguiendo el ritmo de la música con suaves golpes de mano sobre su tórax, en un compás que ayudaba igualmente a Abel a distenderse un poco pensando en el fin de semana.


Hacia el mediodía pareció volver a caer en el lamento cuando Laura le privó de su compañía en el almuerzo. Consultó varias veces el reloj para medir su inesperada impuntualidad, y echó otros tantos vistazos a su móvil sin encontrar llamadas perdidas que la disculparan. La única ocasión de aquel mediodía en que Abel escuchó la voz de Laura fue cuando ésta trató de convencerle de que dejara un mensaje en su contestador. pensó que con aquel corazón volcado sería posible pasar la tarde entregado a uan actividad más provechosa que la de gozar en atribularse con la semana decisiva que estaba en camino, y decidió ir a su despacho.


Al llegar al segundo piso del Nuevo Coliseo se detuvo a observar el campo de juego. Encontró a Peláez y Aga Ruiz discutiendo agriamente. Aquel súbito desasosiego entre entrenador y jugador lo turbaron más. Vagó caviloso de un lado al otro de la galería tratando de serenarse; pero algo oscuro le acusaba por dentro de alguna traición pendiente a la que sólo en aquel momento pudiera atender debidamente. Abel volvió a otear a El Bucanero desde aquel palco en el que podía observar sin ser observado. Seguía con deseperación el calentamiento individual del crack de la Liga a base de estiramientos, contracciones y flexiones, cuando se dio cuenta de que el resabio bronco de Aga Ruiz palpitaba a sus espaldas.


- ¡Nos ha jodío el masajista! Pues no va soltándose con los periodistas...


Al subir las escaleras, los vuelos de la gabardina del míster se desplegaban como el abrazo de una

corneja. Abel esperó a que Aga Ruiz demostrara su añeja energía con un portazo para salir veloz en busca de un ejemplar de "El Deportivo". Leyó la editorial que firmaba Sergio, pero no encontró ningún artículo de Laura en aquella edición. El editorial informaba de rumores que aseguraban que El Bucanero podría estar a punto para el partido de Liga de la próxima semana, y apuntaban al equipo médico como los autores propiciatorios de tales murmuraciones. Abel telefoneó inmediatamente a Laura, pero de nuevo fue en vano. Al cortar la llamada, trató de convencerse de la inocencia de Laura en aquel infundio, y se encerró en su despacho. Casi media hora después, atosigado por las impresiones cada vez más nauseabundas con las que le propinaba el artículo de Sergio, volvió de nuevo a la galeria a observar tras el ventanal el entrenamiento de Peláez, que sorprendió a Abel en una de sus miradas perdidas. El Bucanero se llevó la mano derecha a la visera de su gorra de béisbol en un ademán de saludo y le invitó a acompañarlo con una indicación de su dedo al césped. Abel esbozó una sonrisa quebradiza.


Se demoró un rato paseando por la galería antes de acudir a la llamada de su paciente. Bajo el brazo llevaba un ejemplar de "El Deportivo", que depositó en la primera papelera con la que se topó, y acto seguido bajó a toda prisa los últimos escalones que daban acceso al campo desde la gradería. El Bucanero le esperaba en el área defensiva; pensó que no hubiera podido encontrarle de asomarse desde la galería en la que acostumbraba a observarlo. Peláez se le acercó con una sonrisa franca y le tendió la mano, que Abel estrechó amistosamente por primera vez.


-Parece que hay follón ahí afuera...-dijo El Bucanero ladeando la cabeza hacia su izquierda.


Se echó en el césped frente a Abel y alzó su pierna herida en busca de las manos del masajista. Éste tomó al vuelo el tobillo y presionó por unos segundos el tendón de Aquiles con sus dedos. Al tiempo que inclinaba levemente la pierna y la estiraba hacia el tronco yacente de El Bucanero, Abel se asomaba desde la planta del pie a observar la expresión de su paciente. Peláez tenía girada su cabeza hacia el lugar del que llegaba el ruido de una multitud concentrada en el exterior del estadio. En aquel mismo momento, se encendieron las primeras luces que anunciaban la caída de la noche. El Bucanero volvió su mirada hacia el cielo y cerró sus ojos, frunciéndolos levemente a la vez que una suavísima expiración de calma salía de su nariz y su boca.


Dos horas después, en el aparcamiento del Nuevo Coliseo, El Buca trataba de abrirse paso para lograr llegar hasta su coche entre un tropel de fotógrafos y aficionados a los que halagaba con unas poses casuales y unos autógrafos. Abel esperó desde el vestíbulo a que el auto del pichichi se perdiera en el horizonte para salir velozmente en busca del suyo.




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