El talón de Aquiles (1)

Laura era piernas desnudas y sandalias sin tacón. Vientre prometedor. Hasta su cabeza. Siempre acababa saludándola así, en silencio, con una mirada exploradora desde la puerta de la cafetería del Nuevo Coliseo. El primer día de su encuentro tuvo un pálpito feliz: se habían cumplido las tres consignas mundanas que le invitaban a acercarse a aquella muchacha que fruncía sus labios y su frente, dominados por alguna súbita inquietud que lograba aliviar con un sorbo a su pinta de cerveza y una mirada distraída al bastión del estadio, más allá de su refugio. Siempre estaba trabajando en algo y Abel había decidido mantenerse al margen y respetar con su ocio la jornada interminable de los otros.


La primera sesión de trabajo no había sido tan inclemente como su insomnio le aseguraba. Después de todo, sus manos de virtuoso tan sólo tenían que recorrer a diario la pierna izquierda de Pablo Peláez, El Bucanero, más allá de la cual se perdía el mundo en un horizonte borrascoso, una cumbre ardua que el alpinista, exhausto, reconocía vedada a su deseo y energía.


- Tú eres el nuevo, ¿verdad?


La pregunta hizo temblar por un instante el pulgar derecho de Abel, que con afán drenaba el titánico muslo del pichichi. Luego reconoció el disimulado hastío en que había muerto aquella voz y procuró limitarse a presentarse con sobriedad. El Bucanero, con tímido aplomo, se ocultaba tras la portada de un diario que le retrataba triunfal y aguerrido, celebrando el más impresionante de sus innumerables goles con un titular no menos efusivo como divisa: "Volveré. Venceré".


- Más le vale. El resto del equipo son unos paquetes.


Las piernas de Laura ya no se suspendían en el vacío que había entre el mismo taburete y el mismo suelo de los lunes. La misma jarra de cerveza templaba sus labios. En la barra, con su portátil consigo, se abstraía durante las últimas horas de la tarde en el artículo de la semana. Le correspondía hacer la crónica de La Unión privada de El Bucanero, sin delicadeza, sin complacencias, y dejar entrever a los lectores la irresponsable actitud del héroe que, en mitad de la tragedia, prefiere sestear a intervenir con sus compañeros de batalla. Las palabras cargadas de acritud, las preguntas hirientes a la opinión pública, aquella amalgama de acusaciones y condenas firmadas en mayúscula por Laura Carrión colgaban sobre la pantalla de su ordenador como arañas acechantes. Bastaba con un click para dar su visto bueno a la redacción de "El Deportivo", y que el saldo negativo de la semana se confundiera con el destino de la Liga.


Luego se detuvo a contemplar fijamente la tercera del diario, que ocupaba una fotografía de una rueda de prensa en que El Bucanero se afanaba en parecer a un tiempo cordial y enérgico. Con frecuencia, Laura acusaba momentos de frenesí con otros de docilidad. Cerró la pantalla de su portátil y levantó la vista del papel después de tres minutos de limbo. Procuró no perderse en el terreno cenagoso de las emociones y convencerse una vez más de que no había que mezclar jamás las responsabilidades con el lado más tierno y caritativo de la vida. Abel asentía con la cabeza, pues creía tener la certeza de estar preservado de aquella debilidad que confiaba no tener alguna influencia sobre él.


-Debe causar 'respeto' sentir bajo tus manos una máquina 'prodigiosa'.


Abel se detuvo en las dos palabras que sobresalían como colmillos de aquella mansa confesión del alma de Laura. Echó un vistazo al aletargado portátil y se turbó por un momento. Si era franco, estaba dispuesto a reconocer unos celos retoñando, lo último que esperó hacerlo flaquear antes de reunir la voluntad para acercarse a Laura. Tomó un sorbo de la cerveza con la que acompañaba sus horas con ella, y un poco la embriaguez latente y otra un oscuro presentimiento hicieron que Abel se permitiera todas las licencias de la imaginación. La última hora de los dos fue una invocación apasionada al ariete de La Unión, una hermosa fábula con la que acabar la tarde y dar paso a la noche que todos los informativos abrían con las esperanzas de su recuperación.


Pero el hematoma en el muslo izquierdo de Peláez seguía ironizando sobre la suerte de Abel. Aquella mañana sus manos, sus dedos, la presión de su palma sobre los músculos habían adquirido un extraño brío. Las horas de la sesión de masaje se limitaban a una continua colisión de los dedos con la fría prominencia del hueso del tobillo o la cúspide de aquella rodilla lubricada con aceite de caléndula, mientras la flacidez pendular de la pantorrilla de El Bucanero parecía negarle con sarcasmo el pan y la sal. Sin embargo, Abel reconoció una pequeña traición a sus creencias, porque aquellas manos grasas que se deslizaban sobre el tesoro de La Unión parecían hablar lo que su alma no lograba contener. Se sintió un poco desamparado y comprobó que si bien aún podía contemplar a Peláez con una mezcla de la indiferencia que le daban su abstemia afición al fútbol y su profesionalidad, no podía conseguir levantar la vista con cordialidad y sin envidia a la armadura dorada con la que el guerrero ocultaba de nuevo su pudor y su identidad, y cuyo relieve labrado le recordaban contínuamente que un día volvería y arrasaría.


Al salir de la sesión matinal, quedó con Laura para almorzar en un restaurante cercano al Nuevo Coliseo. Abel abundó de nuevo en los progresos de El Bucanero, pero fue aún más generoso relatando al detalle las imaginarias dotes que para el humor y la guasa tenía el mejor futbolista del país. Con agua mineral también lograba sentirse inspirado, y su vena embaucadora se volvía más afortunada cuando conseguía tensar de sorpresa algún músculo de la cara divina de Laura Carrión, que seguía con mayor placer que el maigret de pato los encuentros deliciosos de su compañero con el blanco de todas sus críticas profesionales. La virtud de un sentimiento que cada día iba confirmando el encaje perfecto de un deleitoso puzzle le hacía, además, poseedor de un raro pero poderoso instrumento que hacían derretir de amor a su periodista y que dejaban al descubierto un corazón que, en carne viva, estaba ansioso por el hombre cuyas piernas no habían querido someterse aquella mañana a las manos de Abel con tanta gentileza como el oído de Laura a sus palabras.


Se permitieron una copa tras los cafés para dar mayor apariencia de irrealidad a las virtudes del alimento con el que se acababan de nutrir, aunque Abel no pudo evitar sentir un pinchazo de celos renovados en su alma al toparse con el pie y la pantorrilla de El Bucanero anunciando un nuevo modelo de deportivas en la valla publicitaria del solar de en frente del restaurante. No tardó en darse cuenta de que ahora tenía un inesperado motivo de alabanza que podía utilizar en su intimidad según dictara su capricho.



Toda la tarde había estado absorto y vulgarmente ensimismado y, de vez en cuando, culpaba a la aparente libertad que le concedían los viernes del triunfo de tal disposición sobre su ánimo. Al dar las siete, tomó sus cosas y bajo vertiginoso las escaleras. Hubiera estado ya en su automóvil de camino a Laura de no ser porque Aga Ruiz, el entrenador de La Unión, se interpuso en el vestíbulo de El Nuevo Coliseo y le sacó a relucir, sin cortapisas ni el respeto debido a un desconocido, las quejas que Peláez le había confiado acerca de la sesión de masaje de aquella mañana y el poco esmero con el que Abel se aplicaba para devolver a la vida la pierna derrotada de El Bucanero. Abel, repuesto de su modorra para aguantar de modo marcial el rosario de recriminaciones de Aga Ruiz, no pudo sino presentarle unas disculpas segadas por el desfalco de un "Que no se vuelva a repetir" con el que el míster se despidió por el momento. Abel tomó aquellos reproches con la vergüenza melancólica que sufren los acusados de haberse propasado sin piedad con los más vulnerables, y no pudo contener una imperiosa necesidad de pedir perdón a su víctima.


Volvió sobre sus pasos. En uno de los ventanales de la galería del tercer piso del estadio contempló el rectángulo reglamentario del campo de juego, y a la figura intrépida de El Bucanero recortada en soledad sobre el verde, a la altura del área de ataque, ejercitándose sin pausa, sin caudillo ni camaradas. Una extraña ráfaga de condescendencia y comprensión nublaron la mente de Abel al mismo tiempo que Aga Ruiz subía lentamente hasta la línea de banda en que se encontraba su mejor jugador, y con una mano paternal sobre la espalda se lo llevaba consigo a la retaguardia. El Bucanero agachaba su cabeza mientras se apoyaba sobre el técnico, que controlaba sus pasos e intercambiaba con su discípulo comentarios acompañados de expresiones que pretendían edulcorar un irreprimible disgusto.



Las piernas de Laura llevaban el balón de un extremo al otro del campo. Con una garganta de acero, lanzaba al aire gritos de ánimo y prevención e instrucciones a las compañeras más desprevenidas en los momentos en que el atacante pudiera intimidarles con un golpe de gracia. En su brazo lucía el brazalete de capitana y en sus pies calzaba el mismo modelo de deportivas con que sorprendiera esta mañana a los pies olímpicos de El Bucanero. Abel seguía sus zancadas extremas con taciturna sorpresa sin dejar de observar sus zapatillas. Trataba de averiguar en ellas un secreto oculto o un atractivo especial que persuadiéndolo le obsequiara a la vez con un exótico placer.


- ¿Esas son las zapatillas que anuncia El Buca?


Sergio, el jefe del área de nacional de "El Deportivo", seguía atentamente las jugadas de Laura mordiendose con los incisivos el labio inferior, que sólo se libraba del suplicio de la dentadura en los momentos en que el equipo de su colega creaba ocasiones de gol.


- ¿El Buca?... El Buca es un jodido gilipuertas.


Abel se incorporó con un gesto de sorpresa. Pese al rugido apasionado del público asistente alrededor, confiaba en haber escuchado perfectamente las palabras humillantes con las que Sergio se dignaba a demostrarle la excepción del honor debido a los héroes en este chato mundo. Entonces, a su impresión lastimada se le antojó imaginar el bulto pesado, granítico de El Bucanero sobre las espaldas maltrechas de Aga Ruiz recorriendo el campo vacío del Nuevo Coliseo, aniquilados por el cansancio.


-Aga Ruiz es un inútil- apostillaba Sergio sin dejar de seguir el recorrido de Laura sobre la cancha-. Pretende convertir a un equipo de cabestros en el campeón de la Liga con la sola presencia del fantasma de Peláez.


Al llegar El Bucanero a las lindes del campo evocado por Abel, el Aga celebraba funerales e inmolaba reses.


- Pero ése sólo tiene ínfulas y hambre de comerse los polvorones de este año con el Real Club, y dejar a La Unión en la misma mierda de siempre.


Abel volvió sus ojos al campo. Desde un extremo, Laura se afanaba a resolver otra ocasión de gol. El balón describió una trayectoria potente sobre el aire de la noche que no llegó a amedrentar ni a causar gran desconcierto entre la defensa rival, y que un oportuno golpe de cabeza consiguió desviar de nuevo hacia el centro del campo. Sergio se frotó los ojos y bebió de su cerveza. Aquella mirada clavada tenazmente sobre los movimientos de Laura, a la vez apasionados y amaestrados, tan encabritados en el colmo de la energía como rápidamente desbravados, recordaban sus crónicas impetuosas, acaloradas y animadas de sacudidas tan intensas que sólo podían suministrarse una vez a la semana; y a Sergio, el auriga que desde el palco de "El Deportivo" llevaba a su dócil caballería hasta el último rincón de la portería con una jubilosa y prolongada "o" rematando la jugada victoriosa.


- ¿Y qué hará mañana La Unión?


Sergio encendió un cigarrillo. De las habitaciones del vestuario empezaban a salir las primeras jugadoras. Entre un grupito de ellas, Laura comentaba con jovialidad los pormenores del partido victorioso mientras se debatía con una bolsa deportiva cargada de toallas húmedas que depositó en una enorme canasta.


- Por ahora nada, nada, nada...


Si acaso un beso, pues las piernas bravas de Laura, enfundadas en unos vaqueros, se perdían a lo lejos junto a las últimas bocanadas de humo de su jefe.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)