Contracorriente

Entonces, como de costumbre, nuestro hombre se levantará de la cama, posará sus pies desnudos sobre la porosa moqueta y se deleitará unos segundos con el primer roce del día. Por lo pronto no tendrá motivos para la desazón, porque no habrá pasado un minuto cuando ya se halle bajo el caño de la ducha silbando La canción del olvido, que le recordará que debe intervenir cuanto antes en el mundo. En la cocina sonará, encantadora, la cucharilla, clin, clin, una de azúcar y media de café, y la mujer, solícita y dichosa, preparará los emparedados al hijo moreno y a la hija rubia, no menos ufanos. Para alertarlo de cualquier distracción, sonará el boletín informativo en la radio que dará por agotada la primera hora. Prestísimo, se dirigirá al coche con los niños, clap, clap, mientras la esposa desde el zaguán, mandil con flores, acertará a levantar el brazo derecho que, aéreo, se encontrará a medio camino con la mirada furtiva de la vecina, foro izquierdo, segundo piso, ascensor, que frustrará la despedida conyugal del brazo con la muñeca viril del marido, que asomará, lastimada por la esfera de Cronos, por un lado de la berlina negra brillando bajo la primera luz del día. De momento no habrá razones para la comezón: el césped del vecindario dara fe, de nuevo, de transida obcecación dominical, y los plátanos de la avenida se inclinarán, lánguidos, queriendo ungir o besar el orden. Bastará con conducir a cuarenta, no más, para conseguir librarse puntualmente de los niños, un beso en la mejilla izquierda para el chico, en la derecha para la chica, y escuchar con fruición durante unos diez segundos, si fuera posible, un halago caprichoso de las madres al flamante padre que hará menos inquietante el renovado ingreso en el ámbito ambiguo y confuso, pero no menos trillado, de las obligaciones. No se habrán malgastado aún las generosas divisas de las diez cuando nuestro hombre se verá abrumado por el bastión del Palacio Nacional de Congresos y Exposiciones de la Metrópolis, monstruo de megalomanía, que no merecerá ni un chasquido displicente de su parte, mas quizá el freno de mano, crrrraaac, y los últimos estetores del motor de explosión dirán la suya una vez allanada la plaza reservada al patriciado. Acto seguido, a lo más los dos o tres segundos siguientes, se podrá divisar desde el cielo la trayectoria límpida y transversal de la raya untuosa sobre el cráneo combado de nuestro hombre; o, si se prefiere, la palma oblicua con botón de librea, tendida perpendicularmente en busca de los gemelos nacarados del convidado. Al instante se podrá asistir, quien quiera y sin demasiado holgorio, a una mitigada diatriba entre lo que respeta y lo que es respetado. Todo irá según lo estipulado cuando, al cruzar el umbral del Palacio, los anteojos del director oteen desde lo alto del chato caballete nasal el impecable nudo Windsor y ese abrazo cruzado del traje con un juego de subordinación entre solapa y solapa. No deberían existir razones para la alarma cuando los tacones azorados de las azafatas sobre el mármol del vestíbulo se hagan persistentes en el delicado oído de nuestro hombre, que sólo les concederá un esbozo de sonrisa al cruzar el espacio de cortesía que se abrirá entre la una y la otra a un paso del salón de actos. Si se han cumplido los protocolos, y no debe haber razón para lo contrario, nuestro hombre podrá relajarse contemplando los bouquet de siemprevivas y magnolias que ornarán el estrado de los conferenciantes, y aun podrá caer en el adagio, y hasta en el amodorrante limbo de un pianissimo, si los incontinentes compañeros abundan con bochorno en la tercera enmienda a la disposición adicional. Al llegar su turno, será un motivo de orgullo ver alzarse por primera y única vez las cámaras de los periodistas a dos metros de la nívea y alineada sonrisa de preámbulo de nuestro hombre, que atacará con brío las "Cláusulas gubernamentales sobre la gestión del erario para el año en curso". El honorable público sabrá respetar las comas, los puntos y coma, los puntos y aparte y no violará con el vulgar ademán de las palmas jubilosas el moderato cantabile de nuestro hombre, sino hasta cuando el azul intenso de sus córneas se haya detenido en un "He dicho", que como preludio admonitorio dará pasa a un embravecido cortejo de aplausos y hosannas.




Será 30 de junio, mediodía, y de haberse cumplido lo previsto, continuará siendo hermoso vivir.




Recuperado para su deber, nuestro hombre pasará directamente del salmón con guarnición a los postres, en el caso de haberse perdido su vanidad en los agasajos y los cumplidos. Después de la bavaroise, se exhortará a tomar el cortado en el club con el serial de la universal infamia humana en la diestra y el cigarrillo en la siniestra. Ante el extremo de un imprevisto, deberán ponerse en marcha dos líneas de actuación: la primera redundará, con alguna variación de última hora, en el comentario de alguna noticia de actualidad en tono contemporizador con algún compañero, evitando con escrúpulosa diligencia generar cualquier atisbo de polémica que haga zozobrar la natural economía de nuestro propósito. La segunda, más indulgente, permitirá a nuestro hombre lucirse, mas no infatuarse, en el juego del billar. Para esta segunda posibilidad, se han sugerido otras dos hipótesis: que la jugada se desarrolle con agilidad y sea prolija en carambolas, lo cual dará ocasión para saciar a un tiempo la petulancia y el recreo en sociedad, insoslayables urgencias del hombre contemporáneo; o que resulte, porque todo puede ser, una jugada morosa e incluso torpe, que lleve a nuestro buen hombre a asomarse a su taza de té de las cinco con un mohín de exclusión y fracaso germinal, cuando no a verse contrariado por la esfera que lastima su pulso; o, a lo peor, que ambas cosas converjan y acaben por quebrar, ¡a esas horas del día!, su titánica motivación, malogrando prematuramente los dones supremos de la cordialidad y el afecto con los que todo hombre ha de colmar, sin excusa, a su virtuosa esposa y a sus dóciles vástagos en las postrimerías de la jornada.




Por todo ello, y dejando algunos puntos al desquiciado azar que pueden dar al traste con el sumario excelso de muchos años de servicio, supongamos que la partida de billar sea lenta y sin garbo, que nuestro hombre se muestre incapaz dominando las bolas e incluso, en el clímax de su inhabilidad, llegue a rasgar el tapete para mayor rechifla de la fortuna. Supongamos, en vista de que hemos de emplearnos a fondo tanto en el control de los elementos prioritarios como en aquellos que, no por menos ineludibles, pudieran merecer nuestro desdén, y menos aún si pende sobre ellos el designio crápula del azar; supongamos, digo, que nuestro hombre se enzarza en una agria discusión con el regente del club en torno a la mácula del billar, que puede deslucir el buen nombre de tal institución, pero aún más el de nuestros sagrados objetivos, y se perdieran al menos quince minutos en una cuestión que no ha de importunarnos lo más mínimo. Supongamos que, ya que la pérdida de tiempo es irreparable, nuestro hombre se vea obligado a pasar del pianissimo al adagio en un periquete, y que ni siquiera el adagio, ritmo apropiado para un señor de su clase, porque confiere deber y delata prestancia, baste tampoco, y se precise mayor nervio y celeridad para salvar en lo posible tal contratiempo, y la adrenalina, el ritmo del balanceo al andar entre los brazos y las piernas y la color en el rostro sean indicios preclaros de que nuestro hombre está nervioso, máxime después de haber abonado una ingente suma de dinero no contemplada en nuestros estatutos para reparar el pellejo mancillado del billar. Supongamos, y seguimos atravesando con tiento la penosa estratagema del infortunio, que después de los primeros reveses a nuestro hombre su saldo queda en 45 puntos negativos sobre lo previsto, dispuesto y sancionado democráticamente en comisión, y llega tarde a las puertas de la escuela de los hijos, que a pesar de ser el último día de clase no parecen muy alegres, pues saben que han abonado con su infantil paciencia la extraña e inaudita impuntualidad de papá que, a su vez, no podrá recobrar su ya lastimada serenidad al ver el brazo izquierdo del nene y el derecho de la nena paralizados e incubándose en el calor húmedo del mortecino junio bajo el yeso. Supongamos, y es preciso ponernos agoreros si se desea persistir en la responsabilidad, que el viaje de vuelta a casa es bronco y acre, y en el colmo de la mala educación y de la falta de modales por parte de los más jovencitos, nuestro hombre prorrumpiera en un grito autoritario para que se hiciera precisa la virtud de la altura de algunas octavas de voz para conjurar el silencio más absoluto, sólo interrumpido por el vibrador del celular que dejara sonar una voz mecida por el vaivén manso de los amortiguadores y del motor de explosión del auto cumpliendo sin reproche sus deberes familiares, nunca sobradamente recompensados, y menos aún en un momento como el que quizás, posiblemente, probablemente suceda a continuación, cuando de la garganta ínclita de nuestro hombre surja, sincero y desalentado, un suspiro articulado que verbalice una protesta a los dioses de la Arbitrariedad en forma de retórica interrogación: "¿Por qué a mí?", mientras el rosario de deseos de feliz recuperación de la voz cacofónica a la esposa anestesiada en el hospital por ingesta excesiva de barbitúricos, hagan ya irrenunciable una visita al sanatorio, abusando otra vez del azar, fomentando que el rédito del tiempo se haga cada vez más frágil, y el crédito a nuestra empresa entre en un punto de riesgo en el que sea necesario activar entonces las primeras alarmas y ponerse en disposición de arriesgar los primeros avales. Y ya que hemos ahondado sin pestañear en el nuboso y resbaladizo terreno de las conjeturas más infaustas, déjenme suponer que nuestro hombre, porque todavía habrá de merecer tal reconocimiento, aun acosando a su reputación el trance más luctuoso, levante un instante los ojos del cuerpo entubado de su esposa y dé un recorrido que vaya de las sábanas de la Seguridad Social a los ojos enrojecidos y furiosos de los otrora cándidos y adorables chiquillos. Si la suposición funciona, y permitámonos la libertad de creer que también es posible predecir matemáticamente la pura contingencia, nuestro hombre, después de una siestecilla, consultaría la esfera de su muñeca, abriría desapasionadamente la puerta de la habitación de aquel hospital y comprobaría de nuevo las virtudes de un dinámico y contrapuntístico prestissimo que lo llevaría a recuperar milagrosamente hasta tres horas del saldo negativo del ejercicio de la jornada. Y, loco por su logro tan raudo y benemérito, todavía apuraría con mayor alacridad unos buenos minutos a la esfera hasta colocarse la tiara de invicto frente al soberbio portal de su soberana residencia, no sin dejar de mostrar a los plátanos chamuscados de la avenida y al césped transido el funcionamiento óptimo y autorregulatorio de sus pabellones axilares. Vean, pues, querídisimos compañeros, como de verse rodeado por la tenaza candente del azar, nuestro hombre, héroe cotidiano de nuestros más altos ideales, llegará con aséptica puntualidad a su habitación para cumplir con esmero los últimos objetivos del día. Eso de no impedirlo esta extraña, blanca, inesperada carta de la vecina que le pide desde su mesita una breve lectura que ha acabado con tumbarlo sobre la moqueta porosa, pommm, a las doce y un minuto de esta tristísima noche.

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