Mínimo bosquejo de héroe


Reconozco que me he ido acostumbrando a estas tapias, pero que, en ocasiones, sobre todo al principio, me costaba encontrar la calma cuando me faltaba el caballo. No lograba asociar esta piedra a la otra piedra, ni encontrar un vínculo pétreo entre ellas que levantaran juntas una fosa en derredor esta celda en que vegeto. Se me ha hacho duro no tener, desde que estoy pudriéndome en esta hoya, la hermosa sensación de levantar el vuelo y abandonar este cubículo en que estoy echando raíces mortíferas.


Crecí entre los bananos de Chinandega y fui el cuarto de entre los diez hermanos que tuve. Mi madre paría como quien recogía bananas. Abría complacida las piernas al primer cacique que la encerraba bajo los doseles de su catre. De diez hijos apenas cinco llegamos a salir a la calle valiéndonos de nuestras piernas. El dengue, la malaria y esa asquerosa y fétida agua de las acequias hicieron estragos aquellos años de mi niñez. Eso cuando no llegaba el nuevo santo de mi madre a probar su cinto sobre nuestra carne reciente, mientras ahogábamos el sollozo lamentable del corazón en la mordaza. Poco después, era matemático oír el resuello brutal de nuestra madre en las noches. Aquella cabeza de nodriza, estampándose una y otra vez contra la pared, se debatía entre el odio y la muerte. Un día tocó muerte, y los jacintos de lodo cubrieron la vergüenza de mi madre, mientras su santo huía al último confín del mundo con su alma.


Mis cuatro hermanos y yo tuvimos que buscarnos la vida pronto. El cacique de los bananeros, que no echó de menos la melena negra de mi mamá sobre su verga, me contrató como jornalero. A medida que iban pasando los meses yo iba acostumbrándome a aquellas tareas rutinarias. Llegaba cada día exhausto a casa, pero feliz porque, aunque sabía que no saldría jamás de esa mi condición misérrima, iba reuniendo un pequeño caudal que ningunas otras zarpas osaron violentar. Al salir cada mañana echaba la llave de mi covacha y me iba tranquilo al jornal, confiado de que aquellas paredes conservarían esas monedillas como mis costillas hacen con mi arañada alma. Pero la maldad de este cochino mundo es tan despiadada que pronto vi naufragar mis mínimas satisfacciones en medio de una sucesión de lluvias y aguaceros, a cual más violento, que acabarona anegando el bananero que me sustentaba y los frágiles tabiques que conformaban el villorrio de mi infancia.


Durante los primeros días de aquella pesadilla acuática, que quería ahogarme bajo los lodazales, el miedo y la certeza de la muerte nos invadió a mí y a mis vecinos. Poco después, soldados gringos y hermanitas caritativas nos asistieron llevándonos en sus camiones cochambrosos, como si fuéramos puercos, hasta la capital. Al llegar a Managua nos vimos de nuevo abandonados a nuestra suerte como quien deja sacos de café en la zanja de una cuneta.


Mis ojos de doces años se entusiasmaron al descubrir la ciudad. Un muro se unía al otro y formaba un bosque de cemento armado en el que las ratas y los ratones se hacinaban. Decidí probar suerte en la construcción, y el capataz de la obra me contrató de prueba. Trabajaba diecisiete horas al día de sol a sol para el rico, y me complacía. Sin embargo, mis huesos de doce años pronto me pidieron un nuevo estímulo, y ya no pasó ni un solo día sin que no llevara en mi bolsillo un tubito de pegamento que iba inhalando a lo largo de las interminables horas.


Al final del mes, en la cola servil del salario, confiaba en que tanta esclavitud me acabaría haciendo rico de la noche al día; pero, para mi rabia, descubrí que aquellas horas levantando muros contra el cielo no habían sido más provechosas que haberlas pasado cazando mosquitos. No pude evitar enojarme y propinar un revés en el vientre del tesorero que me costó, para mi bien, mi puesto de trabajo.


Sin haber conseguido un amigo desde que me encontraba en la ciudad, asqueado de matar el hambre entre paredes, salí a las calles de la ciudad de las que ya no me volvería a apartar, lloviera o hiciera sol, fuera de día o de noche. A unas cuadras de los arrabales encontré a varias muchachos con el pecho desnudo y tatuado que disputaban, fumaban o se peleaban en torno a una hoguera. Aquellos chavos me rondaban la edad y formaban una mara que traficaba con el crack y la maría que parecía hacerlos dichosos. Al caer la noche salían y reptaban por cualquier barda, muro o tapia que se les cruzara y cometían hurtos y saqueos para obtener la plata y el sustento que les daba vigor para su enfrentameinto a machete desnudo con los Cholos, nuestros peores rivales, a los que debíamos rajar el cuello como a putos chuchos.


Empecé a consumir caballo, crack y estupefacientes y a ver la vida de una puta vez desde las alturas, ya no desde el condenado suelo que jamás se abrió para devorarnos a todos. En una de sus redadas, la pasma desarticuló nuestra banda y detuvo a varios capos, entre ellos el Negro, con lo que la vida de la mara estaba jodida y no parecía dar para más. Yo conseguí huir y llegar hasta el tugurio de Pancho, uno de mis mejores compañeros, y allí conocí a Silvana, de la que pronto me enamoré. Platicamos unas horas y pronto supe que debía honrarla y protegerla. Sin embargo, demostró más arrojo que yo, pues la Silvana era miembro de una mara de chicas desde hacia cuatro años y sus manos ya habían hendido más de un cuhcillo en el vientre de cualquier chingona infecta.


Silvana y yo pasábamos horas y horas riendo de purito placer en los mundos artificiales de la marihuana. Sentíamos a veces como un bloque de muros superpuestos nos aplastaba dulcemente el cráneo. Me encantaba quedarme largas horas contemplando embobado la linda cara de la Silvana, y me complacía en dibujarle una clara sonrisa de sirena antes que ver los piños consumidos por el crack que le afeaban la boca.


Una noche, cuando el diablo del caballo me dominó y ya no fui dueño de mis actos, cogí a Silva entre los brazos con la intención de violentarla y hacerla sangrar de placer. Pero ella, asustada por tal arrebato, chilló pidiendo auxilio y logró despertar a Pancho, que dormía en el otro cuartucho. En aquel momento se consumó mi condena, y vi con la mirada perdida como Pancho se revolvía en un charco de su propia sangre, así como un animalillo, y hundía su vida en la misma mierda que ya me resultaba familiar.


No salí de aquella prueba, ni confío salir de esta cueva. Los Custodios prometieron vengar la muerte de Pancho..., ¡que les follen! No salí de aquí en cinco año y no crea que salga ya. Ya van cinco sin Silvana, sin maría, sin tener siquiera un condenado fusil con el que acribillar a todos estos miserables, los de arriba y los de abajo, que pululan por aquí, con el que destruir el muro de hormigón que está compuesto de una piedrita unida a otra piedrita y que no me deja volar, ni soñar, ni oír el rugido violento de la ciudad al otro lado de la vida...

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)