Una belleza rusa


No es que pase parte de mi vida espiándote... Verás, no sé cómo empezar a explicarme, a explicarte que cuando fijo mis ojos en ti, mejor, en el dorso de tu figura eslava, embutido en ese traje impostado, que sé que nunca te sienta bien, y no porque hayas echado tripa, sino porque parece que se ha ensanchado tu espalda a base de ejercicio, y alguien, alguna, ya te está cantando en cualquier soirée las bondades de un recambio...


Verás, no quiero divagar sobre tu porte extranjero, que me fascina no por un inexistente atractivo (tu torso aguerrido parece estar a punto de rozar el documento preliminar de divorcio y presentárselo a tus enclenques piernas, que, a su vez, esperan como agua de mayo el desahucio del inquilino de arriba), sino por esos andares pesados pero alegres, con un ritmo de gotitas de lluvia sobre baldosas descascarilladas, que a veces creo que van a desmandarse y a empezar a dar brinquitos, y que tanto pábulo dan a cualquier imaginación desatada. Y no es que quiera jugar contigo, ni mucho menos burlarme de ti, pero estás tan lejos de un espigado Pushkin yendo por Nevskij Prospekt al encuentro de una dama, como de Gengis Kan a las puertas de Sebastopol. Y, sin embargo, en esa cabeza lampiña desde hace treinta años se agazapa, como en una nuez el universo, todos los pendones de tu tierra mil veces desangrada, aullando de frío en distintas declinaciones, vapuleada en todos sus confines, zarandeada de un lado al otro del mar como una meretriz tísica y arrugada...


Sabes, en el Waindell College se sospecha que tú y el Webster New Collegiates Dictionary no os habéis dedicado un momento últimamente, y un profesor de ruso como usted que piensa, siente, reza, imagina, ayuna y desayuna, me aventuro a creer, porque en usted esto es conjeturable, con el Fondo Dorado Soviético de Literatura, edición de 1940, íntegro, que se encuentra sobrevolando su testa gogoliana cada mañana que sestea en frente de los estantes de Estudios Eslavos de la biblioteca del campus; un hombre, digo, de su reputación, no puede pasar ni un solo afternun más sin exorcizar de una vez y para siempre sus dzeefeecooltsee con la lengua de Shakespeare, y aún más si desea acabar sus días entre ardillas y cedros, muchachas azoradas que mascan chicle, oxigendas señoras de tacón alto, catedráticos de mejillas rosadas y afeitadas, venerables hombres de acción que rematan su vigésima glosa al verso veintiuno del cuarto poema del Prometheus de Shelley, y aún tienen energía para levantar sus ojos miopes al bruñido y mudo artesonado de su celda y, en el colmo de su buena conciencia de trabajo bien hecho, reprimir una furtiva lágrima en la orilla del borde de sus ojos azules donde parecen vibrar las cincuenta estrellas de la Unión.


No es que te espíe, Timofey... Verás, es que quiero reír, pero no me malinterpretes. Aquí es costumbre que no se sueñe sino los sueños de los que se atrevieron a soñar. Y me disculparás la pirueta lingüística, que aquí abundan y son signo distintivo de cualquier reunión de té. El otro día, sin ir más lejos, hablamos de ti y de tus imprevisibles devaneos por tu memoria en casa de Mr. Cockerell. Nos preguntamos qué podías estar barruntando y, como no tuvimos agallas de enfrentarnos al paisaje mortal en el que te obligaron a claudicar, decidimos pasar la tarde echando mano al lexicón de tus lapsus linguae, mientras fuera un cielo metálico se combaba amenazadoramente con una contorsión de vientre hinchado preparándose para evacuar.


Nos gustaría saber en qué sueñas, quién te pellizca el ombligo cuando estás a solas desde el fondo de tu juventud de exiliado. Y si a tus ojos todas tus evocaciones son las mismas, si lleva a un mismo fin el olor ceniciento de la madera del tablado que se levantó en la fiesta de fin de curso del año 11 sobre el que pusiste tus lustrosos zapatos burgueses para recitar los versos laudatorios y patrióticos del no menos blanco Pushkin; o la orilla deshilachada de la falda de aquella poetisa, Liza, tu Liza, rusa en París, como tú, con toda vuestra juventud a muchas millas del Neva, conjurando el destierro cantando a la madre perdida con alegría melancólica (¿o era con melancolía alegre?) y al amor encarnado y persistente por el que sigues bogando a rachas hacia Liza, Liza...


Oh Pnin, no es que quiera atropellarte desnudándote y mostrándote tal como tú mismo estás harto de reconocerte. Hagen, Clements, Trebler y sus campanas, Joan, tu "John", de mandíbula de ciervo, el Hogar para profesores solteros, el joven Miller, de Germánicas, The Egg and Us, todos tus chicos, esos chicos que necesitan su jazz a todas horas, el lenguaje corriente de Waindell College te necesita de una forma oscura, con una ansiedad que no acertamos a saber de dónde vino ni cúan hondo ha penetrado en nosotros tu rara figura, tu sabia figura que no logro armonizar con los tilos lánguidos de Mount Ettrick ni con los Chevrolet rojos que te saludan mientras bajas cada tarde por Rodland Street...


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