Lacayos españoles: Francisco Tadeo Calomarde


Al cabo de los años, Señor, no he logrado sino confirmar una sospecha que me acosaba sin clemencia día y noche, perseverando como un centinela insomne que quisiera rendirme a una verdad que sólo ahora oso aceptar: no soy nada, nada, nada... O acaso poco más que un lacayo.


¡Cuán clara se me muestra ahora la verdad, ya sin titubeos! Y mi alma, ¡qué sosegada, sin temor alguno a abdicar ya a su condición, sin falsedades ni desdenes, desnuda y dócil a quien guste disponer de ella con la misma mansedumbre de la hoja de árbol que se deja agostar y solo una voluntad ajena la aparta serenamente del mundo!


Cada vez paso más tiempo solo en mi cámara de Palacio en la que todavía yacen lóbregos legajos, cédulas, un tropel de papeles que cantan obscenamente la locura toda del hombre, el absurdo laberinto en la que se debaten las peores fieras con calculada elegancia, de las que yo soy a un tiempo mentor y flagelo, humillador y humillado. Pero, ¡qué he de decir de ellos, Señor mío, qué palabras desventuradas han de pronunciar mis labios contra ellos! Cachorros son al fin en los que parece que vea recuperada mi mocedad, el brío y la astucia que me fueron precisos para aplacar todas las flaquezas del espíritu, que, como sabrá, son más hondas y traidoras que las del cuerpo, y así subir, oh sí, escalar hasta la cima donde parece residir extático el merecido consuelo de la vida. Y allá, en el supremo descanso, llegar a la misma y única conclusión de mi ineludible condición servil.


Porque aún no he llegado a presentarme ante el Altísimo ni librarme a Su regazo, pero intuyo que Sus bondades no son muy distintas a las que compruebo cada día, cada dichosa jornada en las que me encuentro ante mi señor, Su Majestad Fernando, El Deseado. Mis ojos se solazan emocionados cuando contemplan tanto poder y fulgor como los que irradia Su Majestad, ante quien me inclino dócilmente tanto en los primeros albores como en la noche cerrada. Siento entonces en esas reverencia el desembarazo completo que dicen los místicos que se goza cuando el alma se ha librado del cuerpo esclavo y va en camino de unirse amorosamente al único centro, que es Dios, como un pececico de luz anulado para siempre!


El bien que me hace su presencia, Majestad, me llena de dicha tan encendida que no puedo sino recordar mi niñez, penosa a veces, allá en los campos de Aragón, bajo la insolación y la fatiga del que se debe a la tierra que sólo ofrece sus tesoros a fuerza de rendirse a ella y curvarse con franqueza, como ante una vasta y silenciosa aristocracia. Durante esos días lentos de incendio en aquel erial, clavado en el surco como a una madre, sólo hallaba aliento y placer al levantar la vista de la azada y divisar súbitamente la figura graciosa del corregidor, que en ocasiones nos honraba con su visita. Verlo y echar a correr hacia él por la trocha con los ojos bañados de lágrimas infantiles eran un solo gesto. Hundía luego mi cabecica en su regazo solemne y sentía el cielo cada vez que su mano astrosa me acariciaba tiernamente el rostro. Mi rostro, a merced de su palma, recostado sobre el bulto de su talego, soñaba y se recreaba sintiendo a un tiempo el roce de sus dedos y el tacto de sus monedillas como estrellas doradas que me revelaran una música fabulosa cantora de un amor poderoso...


Sí, no puedo seguir huyendo de esta mi servidumbre ingénita. Ahora sé que todo en mi vida ha tenido sentido y ha fructificado con varia fortuna. Porque sólo el contemplar de su beatífica figura me persuade de que los sapos ponzoñosos, las viscosas lombrices, las inmundas alimañas que he tenido que tragar, llevado ciegamente por los más pervertidos deseos de honrar a magnates corruptos, hipócritas leguleyos- calaña nutricia del que le escribe y sirve-, ¡ay!, incluso a la más desvergonzada chusma, no fueron en vano. Del mismo modo Nuestro Señor bebió el cáliz hasta las heces para nuestro bien, y sé que tras las sucias componendas estrechando manos ávidas, los borrones con los que llené las cláusulas y las renuncias, después de las innumerables palabras de lisonja y de los actos fingidos, de tanta y tanta mentira, he llegado caduco a sus aposentos y en su regio estrado, alcanzada la cumbre incomparable que supone rendirle pleitesía a cada instante, sólo ahora llegan a mi boca sin estar adulteradas, sin asomo de deslealtad, sinceras y en sazón como florecicas, llenando gozosamente mi boca como el más delicioso alimento, esta palabra: ¡Amo! ¡Oh amo, mi amo!

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