Cultura y simulacro. (2)


No es difícil encontrar a lo largo de la lectura de Cultura y simulacro tesis pesimistas, algunas de gran actualidad, sobre todo aquéllas que se refieren al conflico bélico virtual y a la idea que afirma que la guerra se ha convertido en un trasunto del gran simulacro en el que parece haberse convertido toda la realidad, según el autor de la obra, Jean Baudrillard. Pero no comparto ciertas afirmaciones que el autor asegura que son motivo de guerra, ni la justificación y defensa a ultranza que parece deducir el mismo de lo que los belicistas parecen querer eliminar.


Me explico: el autor cree que los intereses que se defienden en una guerra ya están resueltos antes del fin del conflicto armado por virtud de un acuerdo tácito entre ls contendientes, que en su calidad de superpotencias enfrentadas- Baudrillard sitúa "el" conflicto en la época de los dos grandes bloques- lo único que en cierta medida les une y hasta neutraliza sus antagonismos es la estrategia común de un control supranacional por ambas partes. Este supercontrol se llevará a cabo de arriba a abajo, esto es, desde la amenaza nuclear hasta la alienación individual. Ambos puntos convergerán en el ideal de la disuasión colectiva donde "todo principio de sentido es absorbido, todo despliegue de lo real es imposible."


Lo curioso es que Baudrillard, enfrentado tanto a la superpotencia capitalista como a la comunista, reprocha que China haya sucumbido a esta tentadora estrategia de poder al haber subvertido sus estructuras precapitalistas, que el autor califica con ironía de "salvajes y arcaicas", por la entrada en el "equilibrio del horror" de la Guerra Fría. Para el autor esta subversión no es tal, sino un simple proceso de absorción de las formas culturales auténticas por las del colonizador. "El comunismo, dice Baudrillard, es incluso más eficaz que el capitalismo en lo concerniente a la liquidación de las estructuras precapitalistas." Estas estructuras, tribales, comunitarias, son absorbidas, por lo visto, por una "socialización racional y terrorista", lo racional y el terror de los dos bloques.


Aún sigue siendo tema de discusión el grado y alcance de la colonización occidental y las bondades y maldades de esta filtración, pero en el discurso de Baudrillard se averigua un poso de resentimiento de la modernidad -quizá desde su posmodernidad- tan característico de ciertos sectores de izquierda. Siendo indudable que este mismo concepto -izquierda política e ideológica- nació, creció y debe su misma razón a la modernidad occidental que nace con la Ilustración, uno se muestra intrigado ante el izquierdismo de Baudrillard. Quizá cabría calificar su discurso de "postizquierdista" (siguiendo el juego al lexicón de la sociología, que tanto parece querer los morfemas imposibles), "postizquierdista", digo, dado el escepticismo con el que juzga ciertos fenómenos.


Realmente la nostalgia de muchos intelectuales por los lugares exóticos donde lo auténtico (lo que la jerga de la autenticidad dicta), lo "precapitalista", lo tribal y comunitarista, el mito, en definitiva, perviva aún para el turista hasrto del agotamiento espiritual e intelectual de Occidente (sátiras de Houellebecq incluidas); todo ello, digo, resulta a todas luces indicador de una crisis ideológica que parece no revisarse ni tener intenciones serias de plantearla como merece por parte de quienes más gravemente la padecen. El sustituto a ese "terrorismo racional", que Baudrillard lamenta, ¿habrá de ser un terrorismo irracional? O tal vez una ataraxia espiritual, quieta, estática en el mito preilustrado? De ser así, ¿se neutralizará el espíritu dialéctico de las ideologías otrora denominadas "del progreso" y "liberadoras", entre las que sobresalía el marxismo? Y ante tal desconcierto ideológico, la hidra de las mil cabezas se multiplica y se transmuta en cualquiera de los elementos que la integran e, incluso, que podrían llegar a destruirla.


El ideal moderno, sea cual sea el discurso que lo vehicule, ha sabido ver en su progreso su misma bondad y su peor degeneración. La razón, uno de sus elementos fundamentales, ha sido glorificada en su ilusión progresista y criticada para su ineludible rehabilitación cuando llegó a producir monstruos. En cualquier caso, ha sabido erigirse entre experiencias contradictorias como la pauta irrenunciable para argumentar, criticar y construir los diferentes discursos que han formado, mejor o peor, con ilusión y trauma, la época contemporánea. Por ello sorprenden las voces cada vez más intensas que proclaman que cualquier tiempo pasado fue mejor, y que el origen, las raíces o cualquier otro eufemismo que reacciona hacia un pasado idílico se postulan como signos de la genuina modernidad.


Ha sido la cultura contemporánea, posiblemente como ninguna otra, la más discutida, criticada y debatida en el último siglo. Por eso es necesario, al menos así lo sigo creyendo yo, que su renovación, transformación y alternativa siga en esa misma vía, la de problematizarla una y otra vez. Porque sólo desde la defensa del máximo tributo humano, la razón, aún será posible plantar cara ante cualquier tentativa inmovilista y reaccionaria, sea la "disuasión", como asegura Baudrillard, la alienación, la irracionalidad u otras figuras inquietantes que cuestionan la libertad para crear y responsabilizarse cada uno de cuanto da a su tiempo y a su mundo.

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