Las palabras públicas.


Están ahí. Sabemos que nos pertenecen, y sentimos entonces el halago del amo que dispone libremente de lo que tiene cuando le apetece. Por lo pronto no nos molestan ni nos incordian con su silencio, porque son fruto de nuestra voluntad a la que obedecen con pasmosa fidelidad. No son, por así decirlo, polvo sobre las cosas que vemos y a las que damos notoriedad inmediata por el lenguaje, ni ceniza que resulta de algo consumido hasta la inexistencia. No queremos marginarlas ni queremos pensar siquiera en prescindir de ellas, ni mucho menos en abolirlas. A pesar de todo, y según la cuerda y la disposición que les demos, nos dejan por taciturnos, locuaces, tontos o sensatos ante el personal. Han saltado al escenario, han indicado sin reparo que esta boca es mía y que forma parte de un conjunto humano que ahora debe de justificarse, corregirse o reafirmar lo que ha dicho según la fuerza y el alcance que hayan conseguido sus vocablos. Nos han desnudado y ellas, a fuerza de presencia, se han vuelto públicas, palabras públicas.


Hay palabras que se lleva el viento, y otras que quedan grabadas en la memoria de las generaciones. Hay palabras perdidas, infladas, y hay otras que se cuajan hasta romper el molde inadecuado donde se las quiso oprimir. Hay palabras inoportunas y otras que esperaban ser dichas tras un prolongado letargo. Aquéllas irritan, éstas excitan, animan y hasta crean afinidad, empatía y solidaridad entre los que las comparten. Existe entonces un acuerdo cordial entre los distintos discursos y, aún mejor, entre los interlocutores que las oyen o las manifiestan. Comparten una misma idea esclarecida a viva voz y sentimos a los otros, los que poco antes podían resultarnos ajenos, amigos, compañeros o conciudadanos. Es una idea que moviliza y acaba creando un acto, no importa cuál sea su importancia ni si la llega a tener, si acaba dejando una mínima constancia de que sucedió y por qué tuvo lugar.


La vida nos da infinitas posibilidades de retratarnos ante los demás cada día a partir de nuestras palabras. Nos publicamos constantemente sin importarnos los riesgos que conlleva todo acto compartido y explícito, porque somos conscientes de que siempre es más satisfactoria la conciencia de sentirnos comunicativos y libres, pues la libertad, como la justicia, se preserva cuanto más se usa. Pero raras, muy pocas veces, nuestras palabras íntimas van más allá del petit comité que las escucha o las lee, las aprueba u objeta, y logran calar al unísono en un número considerable de personas. Los pocos hombres y mujeres que se dedican a proclamar sus opiniones, deseos o tormentos ante las grandes audiencias respetan unas veces honestamente el voto privilegiado que se les concedió, y otras, en cambio, lo deslucen y malbaratan, cuando no lo pervierten. Gran parte de la justa censura a ciertos políticos se debe al charlatanismo a cargo del erario público, y ello salpica, creo que injustamente, a la política en general, y al enorme beneficio de la palabra en libertad en particular. Sin embargo, hay días para todo, incluso para rebelarse contra aquello a lo que no queremos resignarnos y darnos cuenta de algunas cosas.


El pasado sábado en Bilbao una persona digna, de aquellas que nos hacen falta cada día, subió a un estrado y empezó a hablar ante un micrófono que daba mayor resonancia a sus palabras. Paqui Hernández no tuvo ocasión hasta hace dos días de cantar sus verdades ante tanta gente, vecinos conocidos del barrio o desconocidos reunidos con ella en un mismo lugar horas después del asesinato de su marido por un hatajo de mafiosos. Se diría que la solidaridad de la multitud que desfiló detrás de ella y sus hijos fue un fruto agridulce, embrión a la vez de un crimen y de unas palabras valientes, de unos sicarios propinando golpes a lo que creen que es un bulto que no se deja pisotear, porque aún se siente persona y no se doblega ante la infamia. Hay muchos como mi marido, dijo, reconociendo en la muchedumbre que la escuchaba sólo una porción de esos "muchos". Y no los callarán a todos, por lo que es casi una certeza absoluta que los vivos vencerán siempre a los necrófilos y a su patológico miedo a la libertad. El sábado, además, volvió a ser derrotada la indiferencia, que es el más espontáneo e irresistible paso hacia el totalitarismo.


Hay gente que, bien porque la padece, bien porque la hace realidad, nos recuerda cada día lo que es la falta de libertad. Y otros que, aprovechando el voto privilegiado de dirigir palabras a las multitudes, nos demuestran los que es coquetear con el autoritarismo. Que un anónimo, de cuyo nombre no quiere acordarse ni él mismo, puesto que no lo ha explicitado, declare que Las viudas deben callar (en una oración que es toda ella metáfora de la muerte), no logrará anular el poder que tuvieron las palabras oportunas, libres y públicas de una viuda que, para lamento de algunos, pudo y quiso hablar con la cabeza alta, la voz serena y potente y la seguridad en el poder de la palabra.

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