Clase de danza.


De vez en cuando el señor Malenchot suele invitar a sus clases de ballet a un señor de unos cuarenta años, serio, alto, apocado, que toma asiento discretamente en un rincón de la ancha sala de baile. Las jóvenes alumnas de Malenchot consumen seis horas diarias esforzándose en perfeccionar cada uno de los pasos del ballet que están ensayando exigentemente con motivo de la visita del zar a París, y no debe procurar nadie, y menos el venerable maestro, que quede alguna duda sobre la tenacidad y brillantez de los bailarines parisinos ante los ilustres invitados.



Therese ha comentado a su madre en varias ocasiones las eventuales visitas con las que el desconocido, que ni siquiera se toma la molestia de presentarse ante las respetables señoritas, parece honorar a su instructor. Llena dos o tres cuartillas de un pequeño cuaderno con trazos peregrinos, y en los pocos momentos de asueto en que cesa de retumbar en la habitación la voz cavernosa y autoritaria del viejo, las niñas no reprimen un furtivo vistazo al intruso para averiguar un boceto en una hoja, en la otra un lápiz deslizándose sobre el papel como quien expira, y una composición posible entre las dos. Ni siquiera tiene la gentileza de levantar el rostro las pocas veces que nos detenemos a observarle, mamá… Parece calcularlo todo, tanto lo que quiere mostrar como lo que prefiere reservarse, y cada apunte que anota no es baldío ni mucho menos improvisado.



Lleva cerca de cuarenta años subiendo a los más distintos escenarios a varias generaciones de jóvenes bailarinas que han madurado en ese mismo ático de Clichy y que luego han sabido volar una, dos, mil millas, según el talento, desde ese nido convulso en que sigue rugiendo París. Ha visto trocarse la excelencia en disolución y eso ha hecho aún más recia su lección a las alumnas, a las que da pocas concesiones y sobre las que aplica una tradicional rutina de ensayo que confía habrá de volver a ser la regla que acabe de una vez por todas con la frivolidad en el severo mundo de la danza.



A altas horas de la mañana la antesala queda desnuda por una luz difusa que descubre improvisadamente los ocultos rostros de los objetos en los que delata un deseo de cuerpo y sentido. Hace ya unas horas que la señora Schmitt clava en el aire interior una sucesión de notas constantes que ya al mediodía la insistencia ha convertido en una elemental melodía. La luz rubia, el sonido, de una extraña intermitencia, y el movimiento exacto de los cuerpos componen una sorprendente mecánica mediante la que se logra un efecto hermoso. El desconocido está más atento que nunca a ese pequeño teatro desde el único rincón de la sala donde ni la más acerada luz consigue irrumpir. Un bulto donde no quiere morir la armonía, una sombra voluntaria en cuyos ojos se abren y se cierran al compás los ritmos claros sobre los miembros jóvenes, como un ventalle oriental animado por una leve y constante fuerza que le diera a un tiempo la vida y la muerte. Sandrine avanza un breve paso en el entarimado, Juliette arquea el brazo derecho erguido en el aire, Cécile reposa todo su cuerpo sobre un punto. Es el triunfo de un segundo de vida donde cada movimiento ha trazado su línea precisa en el mosaico. En el oído de Malenchot, a punto de extinguirse, todavía se aventuran la gasa de los tules volteando y en su memoria se encienden abrumadoras multitudes de gestos ensayados y colores de vestidos perdidos hasta el punto de no distinguir el sonámbulo que baila en su sueño del desfile de ninfas que, ante sus ojos, le ronda a la vez que le desafía.



El intruso inquisidor se afana desde su rincón en no quitar ni un ápice de vida a los brazos gráciles con los que Marie llena el espacio. Ya ha acabado de dar límites al vuelo soberbio con el que Olivia, la niña mulata, le deleitó la semana pasada y que él no pudo agradecer sino dándole a cambio un encuadre insólito a tan potente contorsión. En la intimidad de su estudio agota las últimas horas del día, que le desencantan y le vuelven a ratos tenebroso. Coloca en hilera un dibujo tras otro e imagina un espacio generoso que acoja, sin forzarlos, todas las formas acordadas con los gestos, la línea rápida de la que surja a la vez una figura y su particular esfuerzo. El arduo trabajo del artista por devolver cada rastro desorientado a un conjunto fiel que lo eternice.

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