Wilde, un cáliz apurado.


La historia está cargada de numerosas y tremebundas muestras de una evidencia: la continua y agresiva actitud de la sociedad contra uno o varios de sus miembros en virtud de una pretendida superioridad moral. En ocasiones, la prepotencia social (recordando una expresión de Theodor W. Adorno) se ha puesto al servicio de la más depravada forma de conducta contra los espíritus libres, los avanzados a su tiempo o todos aquellos que, movidos por las más nobles motivaciones, han querido poner de manifiesto una serie de realidades que creyeron urgente transformar. La serie de víctimas es numerosa y forma parte de la tradición más infame de las civilizaciones; pero no por el conocimiento y la concienciación cada vez más acusada de los ciudadanos acerca de esta historia universal de injusticias, se hace menos imperioso sacar a la luz una constatación inquietante: la alianza, o más bien la subordinación, de la inteligencia a la sociedad que la educa, la adoctrina y acaba instrumentalizándola perversamente, lo mismo para cortar la vida de un fecundo talento o para hacer planear sobre una multitud de vidas una amenaza colectiva.


Resulta un hondo problema de conciencia pensar que el más valioso atributo del ser humano, la razón, haya sido utilizado al servicio de la represión, el crimen o la iniquidad con la única finalidad de conservar un sistema social avasallador que, a modo de parásito gigante, crecía y se expandía gracias a la aniquilación de lo anormal (el más cultural y relativo de los sustantivos), sea esto lo raro y extravagante, lo nuevo, lo ajeno... Recuerdo unos versos de Luis Cernuda, un inadaptado a un sistema que consideraba tiránico, acerca de esta dolorosa conciencia de desubicación:


La tierra ha sido medida por los hombres,

Con sus casas estrechas y matrimonios sórdidos,

Su venenosa opinión pública y sus revoluciones

Más crueles e injustas que sus leyes,

Como inmenso bostezo demoníaco;

No hay sitio en ella para el hombre solo,

Hijo desnudo y deslumbrante del divino pensamiento.


Sin embargo, diagnosticado el mal, uno de aquellos espíritus nobles podría haber confiado en sanar a la sociedad de esa constante enfermedad si no fuera porque en ocasiones el tumor ha acabdo por extenderse a todo el cuerpo social, de tal forma que ha acabado por contaminar a cada una de sus células, y ha convertido la común solidaridad en demencia colectiva. Las persecuciones antisemitas, la España de la Inquisición o la Alemania nzai son casos extremos de esta obnubilación social.


¿Cómo llega una sociedad, impelida por su ideología, a dejar de ser la representante del conjunto de todos sus miembros y reducirse a la condición de ruin y zafio verdugo? ¿Cómo llegó, por ejemplo, la Inglaterra de Disraeli y Gladstone, del cosmopolitismo y la civilización, a sentenciar a uno de sus más ilustres hijos, Oscar Wilde, hiriéndolo en el único resquicio por el que podía hendir su furioso puñal?


En 1895, el reputadísimo escritor Oscar Wilde cometió una de sus más graves torpezas: denunciar ante los tribunales la acusación de sodomía que veladamente le dirigío el padre de su amante, Lord Queensberry. Wilde estaba en su derecho de defender su honor; pero no contaba con que su maniobra se le volvería pronto en su contra e iniciaría una querella que acabaría en proceso criminal por actos homosexuales. La opinión pública no tardó en lanzarse en picado contra el artista hacia el que habían estado albergando el más repugnante de los rencores. La chusma, estimulada por la servidumbre de un rumor, acabó acumulando un nauseabundo odio contra Wilde, más venenoso cuanto más vasto era el tamaño de la ignorancia en el que arraigaba. Finalmente, Wilde fue condenado a dos años de trabajos forzados. Sus obras dejaron de representarse y se prohibió la publicación de sus libros.


De Profundis es el último testigo literario que nos queda de Oscar Wilde; y digo testigo, porque en ninguna otra de sus obras se vislumbra más humanamente el alma de Wilde como en esta larga confesión en forma de carta dirigida a su amnte, Lord Alfred Douglas "Bosie", y que su autor escribió estando recluido en la cárcel de Reading. De Profundis conmueve no sólo por la expresión más acabada de una radical vivencia de la desgracia, ni por la descripción de una situación de penitencia; se trata además de la obra que más idealmente podía concluir la vida pasada de Wilde, a partir de un ofrecimiento inmaculado de la otra mitad de su espíritu, aquella que hasta entonces había permanecido en las bambalinas del escenario en que se pavoneba solo una de sus partes, sin duda la más brillante e ingeniosa.


Esas dos mitades se presentan en De profundis bajo una condición trágica: La tragedia de mi vida, que es el título que encabeza la larga misiva. Tragedia en tres actos. En el primero y el tercero domina la imprecación contra Douglas en forma de preguntas que nacen de la decepción y la impotencia que siente una inteligencia que no pudo dominar el absurdo y acabó sucumbiendo al desvarío, la ligereza y la cobardía del antiguo amante y la mala fe de todo su entorno familar, que no perdonó a Wilde ser Wilde. Preguntas que nunca serían respondidas y que chocaron una y otra vez contra un muro insondable, más opaco y constrictivo que la propia prisión: el muro de la soledad y del dolor.


La soledad y el dolor son los motivos principales de la sgunda parte de la obra, a mi parecer la más honda y hermosa. En esta parte del texto, el frenético interrogatorio cesa y entonces surge el dolor, remansado, callado, pero insistente; la voz se hace reflexión, y la confesión, expresión de un proceso ascético. He aquí cómo surge un limbo atemporal de cuyo fondo vuelven a la memoria el Arte, la belleza, la imaginación..., las cosas todas en las que Wlde había cifrado siempre su vida, atravesadas ahora por el más radical conocimiento del dolor. Por el dolor ha creído descubrir la verdad, la última significación de la existencia:


Pero el dolor, lo mismo en la vida que en el arte, es el modelo supremo. Detrás de la alegría y de la risa podrá disimularse un temperamento tosco, duro, limitado; pero detrás del dolor sólo cabe dolor. Contrariamente a la alegría, el dolor no lleva careta.


Y del dolor brota, renovado, el encuentro con Cristo, su afinidad y la comprensión de la vida y doctrina del Nazareno como el primer y más puro romántico, el ejemplo más sincero y poético para un nuevo camino de perfección y una restitución, si no social, al menos personal de su propio ser.


De Profundis no es solo el aquilatamiento de un drama íntimo; es el último y más conmovedor ejercicio literario de un espíritu extraordinario. A partir de él pudo Wilde habe iniciado una nueva etapa vital y literaria, apenas semejante a su pasado. Nada nos llegó porque nada escribió entonces. Mejor así. la contundencia y, a la vez, la serena reflexión de De profundis, como un hondo tambor en la noche cargado de mil temblores, llega a nosotros para darnos constancia definitiva de una verdad que acabó por ser el amor predilecto y la esclavitud de un hombre que en sus últimos días recordó: Voy a morir como he vivido: siempre por encima de mis medios.



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