Una voluntad mitigada.


Breve, fragmentario y de ritmo más manso que moroso, en consonancia con su sensibilidad, Las confesiones de un pequeño filósofo cierran la trilogía que Azorín inició con La voluntad, según gustan de clasificar todos o casi todos los críticos. Aunque más que una trilogía que viniera a consumarse perfectamente y a cerrarse en ella misma como un círculo, podría denominarse más acertadamente con el nombre de "metamorfosis", un extenso y novelado cambio de piel que venía gestándose desde algún tiempo anterior en el escritor (quizás antes, incluso, de sus años de anarquista juvenil) y que se aprecia notablemente en el cambio del nombre de pila (José Martínez Ruiz) por el seudónimo (Azorín), que resulta ser la manifestación superficial de una sensible transformación de su carácter y, con él, de toda su literatura posterior.


En Las confesiones... Azorín parece sentir, aún con dolor, lo que los miembros de la Generación del 98 llamaban, con la retórica inflada de la época, "espíritu de la raza", cuyos principales rasgos - resignación, inercia ante los hechos, idea abrumadora de la muerte...- ve concretados de la manera más sombría en el pueblo de Yecla, que aparece a lo largo de la trilogía como el escenario de una evocación infantil o de una avasalladora evidencia del tedio más absoluto. Pero las anotaciones que completan esta tercera novela de la serie son ya bien diferentes en tono y temperamento a los de La voluntad.


La acritud y hostilidad beligerantes con las que Martínez Ruiz se acercaba a las gentes hoscas y a los paisajes estériles de su primera novela, se han sublimado cordialmente en Las confesiones, de tal forma que la muerte y todo lo que ella representa -pasado, difuntos, costumbres ancestrales...- se aprecian ahora bajo el velo atemperador de la nostalgia. El furor atronador con el que Nietzsche animaba antes la rebeldía del autor contra la inercia secular del país que se le presentaba antes sus ojos, se ha vuelto ahora escepticismo sereno a lo Montaigne. Así lo dinámico sucumbe ante lo estático y el ansia de un futuro diferente se neutraliza en el nimbo apaciguador del pasado. Lo que antes se veía desde el horizonte, con el catalejo ambicioso del mesiánico, ahora se observa detenidamente con la dulzura del asceta desnudo que solo tiene la naturaleza como única benefactora.


En Las confesiones de un pequeño filósofo Azorín ha consagrado definitivamente en su literatura uno de sus más genuinos lemas: La realidad no importa; lo que importa es nuestro ensueño. La melancolía, la tristeza íntima, ese dolorido sentir garcilasiano que el autor hace suyo, amotinados todos en su alma como fieles escrutadores del tiempo, siguen ahí hoy y entonces.

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