¿Quién anda por ahí?




Un periodista veterano y una escritora consagrada han acordado una entrevista televisada. Él ha estado buscando esa charla durante meses para su programa de televisión; ella habrá encontrado unas horas libres para conversar con el hombre que le ha solicitado una invitación que a la escritora se le antoja amable.

1978 va consumiéndose. Han pasado varios años de la vida de la mujer que está colocándose el micrófono en la solapa de su camisa, y sobre la mesa que está al fondo del entrevistador y la entrevistada se reúnen varias de las obras de la escritora que han alcanzado una popularidad que jamás sospechó. La mayoría de esos libros son colecciones de narraciones y novelas. En la ficción que sostienen las palabras de esos volúmenes perduran vidas anónimas, situaciones rutinarias, almas que van gastándose, y diálogos, largos, breves, vulgares o significativos diálogos. En definitiva, párrafos como moles de palabras, palabras..., palabras que no se ha llevado el viento, que resisten con todo derecho en el minúsculo y dilatado espacio que proporciona un libro. Han ido trepando por la sombra del tiempo huido para siempre y han llegado a enfrentarse, cara a cara, como un compañero de charla más, con todo merecimiento, con su propia autora. Se diría que ahora están en igualdad de condiciones. La "madre" lo entiende, y sonríe comprensiva.

La entrevista avanza. Se recrean los dos conversadores en detalles de la vida esfumada y en aquellos fantasmas inquebrantables que cobran vida mediante exactas palabras conjuradas. El ritmo de la conversación es sosegado y arborescente: aquél momento aludido origina un rostro, una presión de una mano sobre otra mano, una voz aislada, encuadra a los espectros en un retrato dinámico y movedizo. Y el árbol entero se yergue, se despliega en toda su envergadura total y recupera el hambre de una luz presente únicamente en virtud de unas palabras. Se ha vencido al silencio en esa reunión de dos personas frente a una audiencia multitudinaria. Lo opaco se funde, se siente el deshielo, se entienden los hablantes cordialmente...

La escritora responde a una apreciación del entrevistador : "¿No es quizás esa- se pregunta el periodista- la obsesión del ser humano?" Nos ponemos trascendentales. "Así es - contesta la escritora-, pero no se dan cuenta de ello..." Hablan de la necesidad de conversar por encima de todo y del recurso a la escritura como sucedáneo. Como cuando se evoca todo deseo que no se cumple inmediatamente, y se busca un bastardo sutitutivo, y hallamos finalmente una nueva coartada para la vida que nos haga seguir sintiéndonos seguros, slavados de una nueva frustración; entonces el rostro de la escritora adquiere una expresión levemente melancólica que atenúa con una brusca y luminosa sonrisa, que acaba rescatándola de la divagación ensimismada y la vuelve a trasladar al plató de televisión.


De repente, la cámara registra un primer plano de la portada de uno de sus libros, La búsqueda del interlocutor. Se desvela el contenido del tomo, se vuelca un raudal de luz sobre su sentido siempre por las palabras, las mismas que un día lo gestaron y ahora le presenta en sociedad en ese gran baile anónimo que es la televisión. En ese momento, la escritora aprovecha para expresar su más honda confesión: ella quizás no hubiera escrito jamás de tener siempre a su lado el compañero fiel con el que hablar de todo y de nada; el interlocutor amable y confiado, un alma adosada a otra alma para dar al mundo una vida capaz de ser colmada con palabras, simples, brutas, encendidas palabras...


"¿Quién anda ahí?" Los dos conversadores, sorprendidos, se levantan al escuchar la pregunta súbita que corta el limbo creado por la charla, y abandonan sus asientos. Les quedan aún varios años de vida a esos cuerpos móviles que han estado dialogando. Carmen Martín Gaite regresará a su domicilio de Madrid. Joaquín Soler Serrano se encerrará en su despacho de Televisión Española y preparará una nueva entrevista. Se saludan y se despiden. La escritora echa antes un vistazo al lugar de trabajo del periodista y escruta sobre un mueble los útiles de que se sirve. En el fondo le envidia: el periodista no solo satisface la necesidad que ella siente más apremiante, sino que ha logrado convertirla en su principal dedicación. Ella, por su lado, seguirá aparejando palabras sobre el blanco de otros próximos millares de folios como excusa eterna para postergar, para sustituir, para anular su indomeñable afán de conversar.
1978 ha muerto par siempre en el mundo de lo posible. Carmen no pesa ni ocupa hoy ningún espacio en las habitaciones de los que resisten. Su charla de entonces con Soler Serrano puede verse una y otra vez gracias a una grabación antigua de televisión, en DVD o en un portal de Internet cualquiera; los libros de la mesa del fondo perviven, inmutables, silenciosos, para nosotros, como antes de nosotros, como después de nosotros.


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