Los lobos.


Esta mañana se ha inicado en Sänkt Pölten (Austria) el juicio contra Josef Fritzl, el hombre acusado de haber encerrado y violado a su hija durante 24 años. Los cargos a los que se enfrenta Fritzl son, entre otros, violación, asesinato y esclavitud. El número de aberraciones que esta persona colmó presuntamente sobre su hija durante tanto tiempo nos conmovió a todos hace una año. Desde entonces, para todos, Josef Fritzl es conocido con el sobrenombre de "el monstruo de Amstetten", la localidad austriaca que, para sorpresa de sus vecinos, albergaba en alguno de sus rincones un perfecto infierno gobernado clandestinamente por un abominable individuo, nada menos que todo un monstruo.


Aún sin habernos recuperado de la escuela de crueldad de Fritzl, la prensa nos informa del asesinato diario de mujeres por esa fiebre inextinguible del crimen machista; de ex-alumnos armados que disparan contra cualquier blanco en los institutos de Estados Unidos o Alemania; de una trama siniestra de cómplices y ejecutantes contra una adolescente sevillana... Y como telón de fondo, esa gusanera escurridiza que es el terrorismo internacional, sin duda el más inquietante tema de nuestro tiempo.


La manifestación diaria de la maldad de la que puede ser capaz el ser humano pasma en un primer momento; sobrecoge después; y siempre da lugar a una inevitable consternación. Estos crímenes continuos contra nuestros semejantes son desafíos a nuestra confianza en la condición humana. Un alma cándida, que apenas sospechara el rostro sombrío y bestial del hombre, no soportaría, sin ver flaquear su fe, esta nómina periódica de atrocidades. Seguramente experimentaría una rápida conversión que le llevaría de la filantropía a la misantropía en poco tiempo. No es rara esta súbita evolución; tampoco la que acaba cuajando un escepticismo indolente. Y ambas acaban siendo una constatación de la muerte de aquello que nos acaba haciendo humanos: la compasión.


La idea de la maldad en el ser humano ha sido un tema recurrente, manido hasta el apasionamiento, en la cultura occidental. Plauto creó hace más de dos mil años el primer dictamen sobre la crueldad: Homo homini lupus, esto es, "el hombre es un lobo para el hombre". Varios siglos más tarde, Hobbes recuperó esta idea para su tratado político, el Leviathan, pero manteniendo con una finalidad práctica el sentido de la invencible discordia que acosa al hombre en su relación con su semejante. A su vez, la piedra angular de la cultura en Occidente, el cristianismo, abunda en la naturaleza torcida y pecaminosa del ser humano. Y hasta escritores ateos como Jean Paul Sartre no tuvieron nunca una completa seguridad en la reconciliación: "El infierno son los otros", sentenció. Otros pensadores han asegurado que la modernidad se escindió en el siglo XVIII en dos corrientes según el grado de confianza en el ser humano: una, que partiría de la filosofía de Voltaire, afianzaría el curso de la civilización en la razón como garantía del progreso material y moral del hombre y en su liberación de los temores que le han venido acosando a lo largo de toda su historia. Otra, en cambio, bebería del espíritu de la literatura de un autor como el Marqués de Sade para subrayar el aspecto irracional, irascible, maldito y violento del ser humano y convertirlas en las categorías que mejor definen su condición.


Sea como fuere, lo cierto es que esos dos puntos de vista aparecen transmutados cada día en las noticias que diariamente nos ofrecen los medios de comunicación. Alguna ocasión afortunada nos desayunamos con novedades que hablan de superación personal o de coraje colectivo; de solidaridad entre pueblos, o de los frutos esperanzadores de alguna investigación científica. Entonces nos halaga pensar que este tipo de noticias nos salvan a todos, y en cierto modo así es. Pero en otros momentos arrecia la bestia demoníaca y vemos con ojos de hombre cómo el hombre desafía nuestra común confianza. Es la situación propicia en que los lobos van errantes por las estepas en busca de la presa desprevenida. En nuestras manos está que no vayan más allá de su guarida, que no sea suyo el pequeño mundo del hombre.

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