Larra, sombra sentimental.


Hoy se cumplen 200 años del nacimiento de Mariano José de Larra. En el Madrid napoleónico de 1809, hijo de un bonapartista que huyó de España con el ejército francés en 1813, Larra llegó al mundo un año después de haberse iniciado la Guerra de Independencia, que puso sobre el tablero de la sociedad civil (que es siempre la que padece la locura conspirativa de los estrategas) la lucha sangrienta entre dos mentalidades que jamás llegaron a una reconciliación sincera, y que convirtieron el XIX español en la centuria más violenta desde el siglo XV.


Larra es el primer escritor moderno de España, si entendemos por modernidad española la que se inicia históricamente en 1808 (al menos, según el criterio de Raymond Carr) y a partir del cual todas las tensiones sociales e ideológicas, que fueron embrionarias hasta entonces, estallarían sobre la quebradiza estructura de un país fundamentalmente anticuado, donde el poder de las nuevas ideas no se consolidará completamente y, en consecuencia, acabará tomando la apariencia deformada de lo prematuro e insatisfecho.


El debate ilustrado entre la tradición y la modernización se convierte en el periodista Larra en una evidencia cotidiana de la que da fe mediante un género contemporáneo, el artículo de costumbres, de lectura inmediata, ágil y entretenida, que todavía no tiene la intención cabal de informar, sino más bien la voluntad de formar desde el principio un juicio a partir del más eficaz de los recursos: lo pintoresco. Al fin y al cabo, lo que en nuestra prensa comienza a ser algo residual, el artículo circunstancial o de opinión, en la época de Larra llenaba casi todas las páginas de una edición diaria.


Esa prensa de lectura, que hoy es de "ojear", ponía en manos del periodista (que jugaba a la vez el papel de poeta, periodista en ciernes, e incluso revolucionario liberal) el relato anecdótico de una situación, forma de ser o defecto de la vida social que eran perfectamentes reconocibles por sus lectores, pero que sólo siendo público pasaba de ser una mera intuición cómplice a una realidad compartida. Esta realidad, que es cierta por el sólo hecho de aparecer en el diario, acaba consolidándose en una idea; y esta idea, a base de ser manoseada, en un lugar común.


Larra es el resumen de una educación francesa y una sentimentalidad apegada a lo español. El padre afrancesado se mudó con su familia a Burdeos y París hasta 1817, cuando el niño Larra regresó a España. Así pues, la tensión histórica del momento se solapa con la que procede de su biografía, creando una personalidad en constante conflicto en la que la violencia del estado del país modela un carácter no menos agitado; un vagabundo de Madrid y un traductor de literatura francesa, observador de una ciudad y unos ciudadanos a los que se acerca con escrúpulo extranjero, y que aun entendiéndolos hondamente, no puede sino verlos como hermanastros.


No es extraño, pues, que el alma de Larra -exquisita, culta, cosmopolita, pero sobre todo escindida- se paseara por los cafés, las tertulias o los bailes de Madrid; o conversara con políticos vacuos, artistas con ínfulas, señoritas cursis o aprendices de nada con un desdén que a veces me parece de una suficiencia irritante; y otras, en cambio, delata un apasionado reconocimiento de desamparo. En efecto, Larra es posiblemente el escritor español que más sinceramente muestra las oscilaciones de una personalidad romántica. Un péndulo que llega unas veces a la región en la que los ojos del dandy acechan desde lo alto, más allá del bien y del mal, vaciados de cordialidad, aquella realidad para la que tienen la mofa ensayada del que se dedica a visitar las cosas sin querer poseerlas; o aquella otra parte que muestra un espíritu aún joven que ha visto y ha amado casi todo, pero que siente siente sucumbir en las heces de la derrota y la impotencia todo lo que apostó, y espera un acto contundente para espantar el tormento, el gesto del suicida que acierta el tiro en el corazón de todas sus contradicciones.


¿Hasta qué punto la herencia literaria de Larra su verdad? ¿Hasta qué punto es tópico calcado de los escritores que le exhumaron? La España trágica, el retraso secular y todos los clichés que han configurado un mito español, insatisfecho y acomplejado con o sin motivo, nos siguen atosigando como fantasmas irredimibles desde el día en que la necesidad de dar cuenta de las cosas de la actualidad llevó a una sombra sentimental a levantar la voz -no la primera, pero sí la más heladora- ante la desidia común y a dibujar un antiideal con sus antihéroes que otros seguidores acabaron de componer en su recuerdo. Recuerdo de dos siglos vibrando en nuestras cabezas en el que reconocemos, una y otra vez, el redoble crepuscular de Larra.

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