Baroja desde sus memorias.


¿Qué es lo que anima a una persona, sea cual sea su popularidad, el grado y la extensión de su experiencia, o la calidad e interés de sus vivencias, a escribir en un momento dado la suma de todos sus recuerdos en una obra coherente bajo el genérico título de unas memorias?


Tal vez será el impulso, humanamente comprensible, que en un momento contemplativo de su vida, después de haber agitado el caudal de todas sus vivencias, le ha llevado a reunir la fuerza de voluntad y la lucidez suficiente como para modelar un conjunto coherente a partir de esa amalgama selvática y enmarañada que es la memoria humana, decantando en diferente proporción y en lugares distintos las gracias que le ha concedido la vida por un lado; y al otro, el fardo más inclemente que traen consigo las desgracias, los desengaños y otra clase de sinsabores. El propósito es arduo y requiere una habilidad de prestidigitador entrenado tanto en el manejo armónico de elementos rescatados de lugares dispares, como el de resucitador de peregrinas criaturas que se creían muertas para siempre y que vuelven a la vida al ser evocadas, y nunca de forma impune.


La literatura española en lengua castellana, al menos la moderna, no tiene una gran tradición memorialística. Frente a la vitalidad que siempre han tenido los escritores de diarios, memorialistas o biógrafos en otras lenguas (pienso, por ejemplo, en la literatura francesa y en nombres como Chateaubriand, Stendhal, los hermanos Goncourt, Renan, Amiel...), los literatos españoles han evidenciado desde antiguo un extraño recelo a dar cuenta última de su paso por este mundo. En el siglo XVIII tan solo recuerdo las Memorias literarias de París de Luzán, y los Diarios de Jovellanos. Por su lado, el siglo XIX nos dejó las Memorias de Alcalá Galiano, el Diario de un testigo de la guerra de África, de Alarcón; y las Memorias de un setentón de Mesonero Romanos. Sin embargo, otra sería la tendencia de los escritores del siglo XX, entre ellos Baroja.


Pío Baroja reunió todas sus memorias bajo el título de Desde la última vuelta del camino; y, en efecto, el gran escritor vasco no hizo acopio general de los recuerdos de su vida sino en sus últimos años, cuando ya estaban publicados casi todos sus escritos. Pero la voluntad de recuperar del olvido lo que ya estaba concedido a la voraz sepultura no fue un ejercicio insólito en Baroja. Y es que, ora en forma de novela histórica, ora bajo un apunte nostálgico, la complacencia en el pasado y la confesión desinhibida, e incluso bronca, de sus peripecias fue una constante en su labor literaria.


Lo primero que sorprende al lector al leer unas memorias como las de Baroja es la extensión de la obra. Una amplitud que no está basada en la enumeración farragosa de acontecimientos vitales, o en una recapitulación resabiada de pasiones con el ánimo de avivar unas ascuas que se saben muertas desde hace tiempo; sino en la amplitud amenamente narrada en forma de fábula real con la que nuestro autor saca de sus hornacinas a distintos personajes y anécdotas, algunas tan banales que halaga pensar que ni siquiera aquello que sucede en nuestras almas de forma tan ligera, apenas con la levedad de un soplo, está condenado a morir en el mismo instante de su consumación. Y en este consuelo, más que en cualquier otro alivio que nos pueda alentar leyendo una vida, es donde radica la grandeza no ya de unas memorias cualesquiera, sino del mismo acto humano de recordar.


El interés y la amenidad de las memorias barojianas no cesa ni un instante, ni en el momento de las transiciones, de los cambios de foco súbitos, ni en la morosidad (tan extraña en Baroja) del ritmo narrativo. La infancia de Madrid o San Sebastián; la juventud itinerante y extraviada; la experiencia de médico rural en Cestona; el testimonio de la vida parasitaria y chulesca de esa España de zarzuela y toros que iba de cabeza al desastre del 98; la bohemia parisina y madrileña con toda su caterva de vidas que prometían y se malograron, o de triunfos inesperados..., todo ello tiene ya su condena y su absolución, la clemencia, la displicencia o indiferencia de un anciano que en la última vuelta de su camino se anima a cantar sus verdades, a sabiendas que él, una pasión inútil como otra, acabará aniquilado para siempre sin que ningún recuerdo ni memoria alguna, por poderosa que sea, logre liberarlo de su viaje definitivo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Fiesta (y 10)

La Fiesta (9)

La Fiesta (8)